Sales a
la calle. Te das una vuelta, y observas en estado puro las mejores lecciones
posibles. Muchas son repetidas, pero no por ello están aprendidas en tono y
suficiencia. Una de las primeras cosas que advertimos es el ritmo con el que
nos movemos. No todos constatamos con los mismos ojos: hay quien tiene prisa,
hay quien no ve al de al lado, pero, en paralelo, hallamos igualmente a quienes
intentan darse un baño con las sensaciones del entorno y, obviamente, lo
primero que perciben es al vecino de enfrente.
Esas
gentes benévolas nos salvan. No importa su número, o sí, mas lo que nos debe
proporcionar dicha es que todavía nos demuestran que el itinerario cotidiano
vale la pena. Constituyen un antídoto enorme.
Por eso,
pese a la generalizada ignorancia doliente respecto de quien duerme en un
banco, que aún protagonizamos, disfrutamos también del que ofrece un bocadillo
o incluso una taza de leche caliente. No importa para ellos y ellas la hora
cuando hace falta algo en el estómago.
No
desdeñemos los afectos, los fines subjetivos y esa ternura que nos quita malos
aromas y nos llena de coraje. Los sentimientos curan, como se indica en los
viejos manuales médicos de hace varios miles de años. En el fondo y en la forma
no ha cambiado lo esencial. Si el corazón marcha, lo físico funciona.
Así es.
Te das un paseo y registras la tipología que caracteriza al ser humano.
Ciertamente, el que miremos a unos u otros, el que tomemos como ejemplos o
modelos a los buenos o los malos nos brinda serenidad o bien todo lo contrario.
Fundamentalmente,
la postura dicta que estemos en un lado u otro de una fuerza global, pero con
dimensiones diversas y hasta dispersas. El compromiso, como dijo Shakespeare, nos remedia más de lo que
pensamos.
Salgamos
a la calle con ojos de infancia, por favor; y seguro que degustaremos los
genuinos destellos.
Juan TOMÁS FRUTOS.
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