Cuesta decir adiós, soltar amarras, dejar que las
cosas se marchen, pero es la Ley de la vida, y en ella reside la renovación. No
comprendemos que sea de esta guisa: duele demasiado. Aunque pasaran mil años,
si ese período pudiéramos existir, seguiríamos sin poder entender cómo hay
personas de nuestro entorno que se nos marchan cuando tanto las queremos,
cuando tanto las necesitamos, cuando, siendo tan buenas, son todo un ejemplo en
el contexto en el que nos hallamos. Es tan grande la necesidad que albergamos
de ellas que nos cuesta lo que no podemos explicar la despedida.
La incomprensión, pese a todo, no detiene la marcha
de esas gentes a las que tanto estimamos y admiramos, y, poco a poco, aun
estando acompañados, una parte de nuestros corazones se va quedando en
soledades indefinibles que preferimos aislar para disfrutar un poco, para que
no nos falte un ápice de dicha, de felicidad.
La constante transformación, que es una de las
enseñanzas de la naturaleza, nos fortalece como sociedad, como seres humanos,
como esos grupos que somos, y hasta nos sentimos pletóricos en la individualidad,
pues, con visión de conjunto, ésta sobrevive, o debe, en sus mejores estadios,
con sus galas y aspectos más nobles. Nos transformamos -la confianza es que sea
para mejor- a lo largo de nuestras vidas, y llegamos hasta donde llegamos, para
luego ceder el testigo a otros. Eso es bueno porque así no reiteramos ni lo
bueno ni lo malo, y, desde la perspectiva del tiempo, paulatinamente las
sociedades van amasando aquello que les permite avanzar. De no ser así, no
habría futuro.
Lo que pasa es que despegar, prescindir de lo que
tenemos, sobre todo de lo inmaterial, es complicado. Decir adiós a las personas
queridas, a las que nos enseñaron, a las que nos dieron mimos, a las que nos
mostraron los primeros pasos en todos los órdenes, a las que nos hicieron
fuertes, a las que nos predicaron con ejemplos y sin ellos, a las que nos
regalaron valores espirituales, etc., decirles hasta pronto, hasta la vista, hasta
siempre, no es sencillo. Es lógico que no lo sea.
El ser humano, que es una pura contradicción, tiene
en su capacidad de conocimiento, de ilusionarse, de estructurar lo abstracto y las
ideas, una desventaja también, pues todo ello hace que nos apeguemos sentimentalmente
a lo que nos complace, a lo que nos gusta, a lo que nos engrandece desde lo
intangible, lo cual nos hace especialmente vulnerables, pues nada, ni lo bueno,
es para siempre. Cuesta despegarnos de aquello que nos otorga lo que ni
siquiera sabemos descifrar.
Durante toda nuestra vida, en sus diversas etapas,
nos hemos de preparar para ir soltando amarras. Es mejor ir poco a poco,
madurando, entendiendo el sentido de que no siempre estemos donde nos gustaría.
Los tránsitos son muy educadores, aunque puedan ser, o sean realmente,
dolorosos. Todo enseña, pero mucho más las mudanzas, para las que es mejor una
preparación pausada, que se lleva mejor y se consolida mucho más.
Oportunidades
Para que nosotros podamos tener una oportunidad, o
dos, o cientos, otros tienen que haber terminado su ciclo, bien por fracaso en
el tiempo o por la transformación de las circunstancias, que diría Ortega. Si a
nosotros nos vino bien poder optar, a otros les ha de venir bien el vacío o el
hueco que podamos ir dejando, o bien que permitan otros a los que tenemos
devoción. Es una ley sempiterna, y, aun
con sabor agridulce, es la que nos hace pervivir y continuar como especie,
desde la naturaleza de las cosas.
Por otro lado, y al margen del abandono de lo
material o de lo psíquico o espiritual, lo cierto es que a todos nos cuesta
cambiar. Somos “animales de costumbres”, en la apreciación aristotélica. Salir
del cascarón, volver a él, entregarnos, marcharnos… conforman al ser humano,
pero con un coste que es más alto en lo afectivo que en otros órdenes.
Por eso cuesta tanto: cuesta mucho olvidar, superar,
volver a iniciar un proceso, salvar los obstáculos, pero, al final, todo ello
nos hace más fuertes interior y
exteriormente, y eso es lo que vale. Soltar amarras supone un trance, lágrimas
incluso, pero puede que, tras ellas, vengan aventuras, o puede que todo un
mundo por descubrir, hasta puede que otra vida. Hablo en sentido figurado, pero
también en el real, en ésta y en otras dimensiones. Cuesta, sí, pero todo está
por hacer, por ganar. Adelante.
Juan
TOMÁS FRUTOS.
Yo me quedo con una frase que me ha ayudado mucho en mis cambios evolutivos, en ese soltar de amarras...Los cambios siempre son positivos, aunque cueste verlos, amoldarnos o entenderlos.
ResponderEliminarMenos mal que al final de cada ciclo,nos llega la explicación que de alguna manera compensa el luto, las lágrimas y la lucha.
Me ha gustado mucho este artículo...espléndido.
Feliz miércoles nublado.