viernes, 2 de enero de 2009

La familia y los ciudadanos europeos

LOS RETOS EDUCATIVOS PARA LA FAMILIA EN LA POSTMODERNIDAD: UNA APROXIMACIÓN DESDE LA CIUDADANÍA EUROPEA

Juan Tomás Frutos
Encarnación Hernández Rodríguez

El desarrollo de una “dimensión europea de la educación” es un proceso que no es ni mucho menos ajeno, en su motivación intrínseca, a un estilo de vida postmoderno caracterizado por la apatía política y la ausencia de compromiso cívico en la ciudadanía. Tampoco es extraño a las dinámicas de una sociedad global de la información que, en su perspectiva económica, tecnológica y cultural, tiende a configurar el universo mercantilizado e instrumental en el que se han convertido el saber, el conocimiento y la educación.
La educación en la era global postmoderna se configura como un reto directamente conectado a la ciudadanía y la identidad: conseguir una participación más activa, comprometida y responsable en la esfera pública, sostenida, a su vez, en lazos de afecto sólidos con la comunidad de pertenencia. Pero la educación aparece igualmente asociada al mercado: una instrucción orientada a mejorar la “empleabilidad” y la competitividad económica.
“Educación” e “instrucción” –si se prefiere, “enseñanza”- son dos conceptos ligados, por un lado, a la institución familiar –tradicional agente socializador en lo que se refiere a los afectos, valores y actitudes-, y por otro lado, a la institución escolar –encargada de formar en habilidades y destrezas instrumentales-. Familia y escuela. Ciudadanía y mercado. Son nociones que engrosan la problemática postmoderna, y también el propio paradigma de la construcción europea y la configuración de su política educativa.
La familia, cuyo papel socializador primario parece estar en declive como consecuencia de los cambios sociales y por su propia desestructuración interna, puede, paradójicamente, encontrar en el declarado interés político, destacado en el contexto europeo, por institucionalizar la educación para la ciudadanía, una innegable oportunidad para reivindicar su rol educativo en el ámbito cívico y democrático.
Será para ello necesario que acoja su responsabilidad compartida con la escuela, y en la escuela, en esta tarea; y que, al mismo tiempo, se fomenten y fortalezcan desde la Administración las oportunidades de aprendizaje informal –entre ellas las que se desarrollan en el ámbito familiar- en una educación ciudadana que sólo cabe dentro de un esfuerzo de aprendizaje a lo largo de toda la vida, desarrollado en múltiples contextos, y preciso de una dimensión afectiva. Debe ser éste el marco conceptual y el compromiso real para con el objetivo de construir una ciudadanía, en su dimensión local, europea y global, que responda a los déficits cívicos de la era actual.
Todo depende, en última instancia, de mantener equilibrada la balanza entre la necesidad de desarrollo económico y de un bienestar social –propiciadores, sin duda de una mayor cohesión en la sociedad-, y el imperativo democrático de una ciudadanía informada y preparada para ejercer como tal. De conseguir este equilibrio, esta complementariedad entre ciudadanía y mercado, la Unión Europea será capaz, desde una educación así configurada en su dimensión transnacional, no sólo de convertirse en la economía del conocimiento más competitiva del mundo, sino también de construir un verdadero “capital ciudadano” desde el que avanzar, sobre la legitimidad democrática que otorga una voluntad popular, hacia una integración más profunda.

1. LA EDUCACIÓN PARA LA CIUDADANÍA EN LA ERA POSTMODERNA: UN RETO PARA LA FAMILIA Y PARA LA ESCUELA, UNA PREOCUPACIÓN INTERNACIONAL

La educación cívica no puede estar sino en el epicentro del paradigma de la cultura postmoderna en la sociedad global de la información. El sentido y el ejercicio de la ciudadanía, así como los procesos de construcción de la identidad, se ven afectados por nuevos estilos de vida que se desarrollan en universos virtuales, mediatizados y mercantilizados, donde priman la inmediatez, los valores “blandos”, la versatilidad de las pertenencias y los deseos individuales. Los rasgos de la cultura postmoderna se aprecian de forma nítida en el “pasotismo” político y en la atonía cívica de los jóvenes, y afectan a las principales instituciones donde deben formarse como ciudadanos: familia y escuela.
Desde la idea de una responsabilidad compartida con la escuela, será objeto central de estas primeras páginas abarcar la imprescindible reivindicación y valorización del hogar y de la familia como agente de socialización cívico-política, en un momento actual en el que los retos educativos frente a los que nos posiciona la postmodernidad se traducen en un renovado impulso político en pos de la institucionalización de la educación para la ciudadanía.


Educar en un mundo relativizado, virtualizado e interconectado

La transición postmoderna, alimentada por el fenómeno de una globalización que en sus múltiples dimensiones abarca todas las esferas de las relaciones humanas –la economía, la política, la comunicación, la información, incluso las ideas y la cultura-, ha derretido los sólidos cimientos de la sociedad y de la ciudadanía moderna. Lo que Z. Bauman (2003) llama “modernidad líquida” es un concepto no muy lejano a lo que M. Castells (1998) define como “sociedad red”: una nueva sociedad donde se impone un sistema de valores caracterizado por el relativismo ético –el “todo vale”-, la flexibilidad, la inmediatez –el “nada a largo plazo”-, el individualismo, y donde los espacios físicos comunitarios se sustituyen por mundos virtuales de redes interconectadas en el espacio y en el tiempo.
En este contexto, no puede extrañarnos la disolución de los lazos sociales, cuando los valores y elecciones individuales se oponen a la cooperación en un proyecto colectivo de sociedad. Bajo este nuevo código ético, se relativizan las obligaciones sociales y el sentido de deber y de compromiso cívico. Contemplamos un mundo subjetivo, sin sustancia, mediatizado, mercantilizado y extraterritorial, donde todo se mueve en función del individuo y de sus deseos, donde prima la búsqueda del placer inmediato, donde el conocimiento y la cultura adquieren un valor de mercado, perdiendo su valor formativo. La mercantilización del saber, asociada en la obra de J. F. Lyotard (1979/1989; 1968/1996) a un conocimiento que ha perdido su componente esencialmente narrativo –“la pérdida del sentido”- para convertirse en operativo e instrumental, es resumida por Bauman (2008b) en una certera máxima: “En la vida líquida no hay gente a la que educar sino clientes que seducir”.
La propia identidad, nos recuerda de nuevo Bauman (2000/2003; 2007), sometida a otros códigos de pertenencia más volátiles, se convierte, como el conocimiento o la cultura, en un bien de consumo, de usar y tirar, “de quita y pon”, en el mundo virtual y mediático. Podemos ser una persona nueva, distinta, en cada momento, reciclándonos en la sociedad de consumo.
Esta cultura de lo “light”, lo “blando”, lo inmediato, lo rápido y lo estético seduce especialmente a los jóvenes, en los que se aprecian de forma nítida las transformaciones en los valores cívicos a las que hacemos referencia. La actitud de “pasotismo” político, la ausencia de una ética y cultura cívica, el escaso deseo de participar en grupos o movimientos de carácter político, social, reivindicativo o solidario, describen certeramente a la juventud postmoderna en las sociedad occidentales más avanzadas: son, al mismo tiempo, rasgos deficitarios que engrosan lo que esencialmente implica la ciudadanía (González-Anleo, 2005).
La ciudadanía y la identidad son parte de la encrucijada postmoderna, pero también ámbitos en continua fluctuación como consecuencia del fenómeno multidimensional –tecnológico, económico, político y cultural- de la globalización. La desfiguración, territorial y psicológica, de las fronteras de pertenencia y de los espacios de participación ciudadana –incluida la sociedad civil- trastoca todos los fundamentos de la ciudadanía tradicional (Castells, 1998; 2000). En todo caso, se observan en este sentido tensiones e interrelaciones, bien contradictorias, bien ambivalentes, entre una ciudadanía e identidad global y otra más diferenciada, local o tribal. Existe una tensión contradictoria entre lo global y lo local, procesos que Castells (1998) o Maffesoli (1988/1990) describen bajo el desarrollo de “identidades de resistencia” o “tribalización de las sociedades en masa”.
La postmodernidad y la globalización afectan, como hemos comprobado, tanto al sentido y al ejercicio de la ciudadanía como a la construcción de la identidad. Influyen, igualmente, en la producción, difusión y adquisición del saber, de la educación y la cultura en un sentido amplio, convertidas en un valor pasajero de mercado. ¿Puede existir, como sostiene Bauman (2007), un mayor desafío en la “modernidad líquida” que no sea el de la educación? La juventud y la educación cívica y política están en el epicentro del paradigma postmoderno. Y son principalmente la familia y la escuela a las que toca afrontar este reto. Siempre bajo una idea capital en la tarea socializadora: la de una responsabilidad compartida.
Está generalmente aceptado que la familia debe cumplir el papel de la “educación”, mientras que la escuela se encarga de la “enseñanza”, de la “instrucción”. En el terreno de la educación cívica y democrática, estos roles se traducen en una familia en la que se desarrolla un plano afectivo de la ciudadanía, así como las actitudes y los valores asociados a ésta, en tanto que en la escuela se adquieren las habilidades instrumentales, las destrezas necesarias que poder ejercer una ciudadanía activa.
El problema que es ambas instituciones están cediendo terreno como agentes de socialización, muy especialmente frente a los medios de comunicación. La actual descomposición del rol familiar provoca incluso que la escuela se vea obligada a asumir ambos papeles: educar en afectos e instruir en habilidades. Difícil tarea para una institución, la de la enseñanza, a la que la cultura postmoderna y las dinámicas de la globalización también le plantean sus retos específicos desde el punto de vista didáctico.
La escuela actual debe seguir siendo fiel a su misión tradicional, es decir, la de formar Hombres en el doble sentido de propiciar su desarrollo individual a la vez que su dimensión social. ¿Cómo seguir cumpliendo ese papel y adaptarse, a su vez, a los postulados de la nueva modernidad? Para el profesor E. Gervilla (1997: 167-178), el relativismo de los valores debe afrontarse desde una educación sólida, basada en principio y valores firmes, pero a la vez flexible y tolerante, acogiendo actitudes postmodernas de inmenso valor bajo el punto de vista educativo: la tolerancia y la apertura a la diversidad; la flexibilidad y la actitud dialogante. El relativismo exige, y hace posible, una enseñanza a través de una metodología más pluralista y con métodos dialécticos basados en la comunicación para favorecer el debate entre las ideas propias y ajenas (Benejam, 1997: 43). Esto es especialmente necesario en el ámbito de las Ciencias Sociales, y de forma particular en la educación para la ciudadanía.
La educación en la cultura del presente puede, volviendo al discurso de Gervilla, complementarse con un quehacer educativo que atiende también a un pasado que configura nuestra identidad, y a una visión de futuro que asegure la ilusión y el compromiso para con expectativas individuales y colectivas a largo plazo. El individualismo, el esteticismo, el placer y la diversión, por su parte, pueden integrarse de forma armoniosa con la necesidad de esfuerzo y compromiso, también bajo una perspectiva cooperativa y solidaria.
La globalización, y muy especialmente las dinámicas que la convierten en un proceso ambivalente en el que interactúan de forma recíproca lo global y lo local –aquello que S. C. Carr (2004) define como “glocalización”- presenta también sus consecuencias pedagógicas, dado su alcance en el tiempo y en el espacio. En lo que se refiere a la didáctica de las Ciencias Sociales , se requiere un enfoque que favorezca un análisis relacional entre lo local y lo global, integrando escalas, redefiniendo el estudio del tiempo histórico y del espacio geográfico, relacionando la experiencia directa con la indirecta, y entendiendo el concepto de “medio” desde otra perspectiva.
Por otro lado, abordar desde la educación cívica la conexión entre los asuntos locales y globales puede ayudar a los alumnos a comprender mejor el contexto global a través de sus vidas cotidianas, y viceversa. Ello hará posible que desarrollen una capacidad crítica acerca de los valores y actitudes propios y ajenos, aprendiendo a valorar la diversidad y superar los prejuicios (véase www.globaldimension.org).
Por otro lado, el uso cada vez mayor de las nuevas tecnologías de la información y la comunicación (TIC) por parte de niños y jóvenes abre la puerta a amplias perspectivas educativas, pero se constituye también como un nuevo ámbito de socialización que no sólo está cambiando los contenidos y las metodologías en el aula, sino que, de forma más trascendente, está desconectando la educación del “universo simbólico” de los alumnos, así como de sus referentes morales y sus formas de acceder y construir el conocimiento. Se exige en este asunto, como nos recuerda J. M. Escudero (2006: 21) una tarea compartida entre padres y escuela –la famosa idea de “corresponsabilidad”- para servir de intérpretes de una realidad que hijos y alumnos perciben en buena medida a través de los medios, especialmente televisión e Internet.
Sin embargo, pocos escenarios son tan complejos en la posmodernidad como el de la institución familiar. Los padres no sólo no están preparados para mediar en universos que no conocen, sino también demasiado ocupados con sus cargas laborales para poder dedicar tiempo a esta tarea. El resultado son niños y adolescentes muy a menudo solos ante la televisión o navegando por Internet. De todo ello deviene la incomunicación entre padres e hijos, la incomprensión, perdiéndose los caracteres esenciales que definen la relación familiar: el afecto, forjado en el diálogo y en el contacto continuo.
La familia está inmersa en un ciclo de evoluciones e influencias que devienen tanto de los cambios sociales que le afectan, como de su propia transformación estructural (véase Cervel Nieto, 2005). La evolución de la familia está condicionada por muchos aspectos relacionados entre sí: la incorporación de la mujer al mercado laboral; el creciente endeudamiento de las familias –especialmente a causa de la adquisición de la vivienda-, con la consecuente carga de trabajo; la baja fecundidad; el divorcio… Pero hay otros factores relacionados con el estilo de vida postmoderno y con el cada vez mayor protagonismo en el tiempo de estancia en el hogar de la televisión, así como de las nuevas TIC.
Internet, los videojuegos, la televisión, el cine…, constituyen mundos visuales y virtuales mucho más seductores y atrayentes, y en los que rigen códigos de conducta, normas y valores muy distintos a los del mundo “real”; muy diferentes, también, a los que conocieron y conocen los progenitores. Afirma Bauman (2008a), y con razón, que la actual problemática educativa se centra en la cuestión del diálogo intergeneracional, condicionado por la existencia de un mundo virtual paralelo al físico, con dos sistemas de valores distintos: en el virtual prima la inmediatez y se distingue por el concepto de “red”; en el físico, todo se estima más a largo plazo, y no hay redes sino comunidades. He aquí la raíz de la incomprensión.
La familia, acosada por su propia desestructuración, es una de las principales entidades afectadas por el nuevo modelo de vida postmoderno. Ulrich Beck (2002) se refiere a ella como una “institución zombi”, muerta pero todavía viva. Sin duda, la crisis de la institución familiar está muy relacionada con esa “disolución” de los roles, valores y códigos sociales en los que se apoyaba la vida cotidiana: es decir, lo que Touraine (1997) denomina como procesos de “des-institucionalización” y “de-socialización”. Estas tendencias confunden y desorientan a los padres a la hora de cumplir su rol educador y como figuras de autoridad. Repercute, en suma, en su función socializadora.
Es en el ámbito afectivo, en familia, donde se desarrolla el nivel más aventajado para la primera socialización (véase Bolívar, 2006: 121; García Roca, 2007), aquella que se refiere a las actitudes, a los valores, a las normas y códigos de conducta… En la infancia, la familia debe vehicular la relación del niño con el entorno, facilitando su desarrollo intelectual, personal y social. Si esta mediación se quiebra, los perjuicios cognitivos y morales pueden ser inestimables. Cualquier educación cívica será incompleta e insatisfactoria sin la participación familiar y sin su desarrollo en el hogar. Es por ello que es necesario reivindicar y revalorizar el papel de la familia –dentro del hogar y de la propia comunidad educativa- en cualquier esfuerzo es pos de configurar una educación para la ciudadanía.

Reivindicar el papel de la familia en la socialización cívica y política

Apostar por la educación para la ciudadanía para afrontar los retos a los que se enfrenta la sociedad global postmoderna implica reclamar una “corresponsabilidad” educativa entre la escuela, la familia y la comunidad local. Se trata, como reclama J. C. Tedesco (1995), de construir un “nuevo pacto educativo” donde se articule la actividad de los centros escolares con la de otros agentes, con el objetivo de avanzar en un proyecto conjunto dentro de una comunidad escolar entendida en su sentido más amplio. Este proyecto educativo exige una gestión y una coordinación con responsabilidad compartida, así como un espíritu de colaboración, una idea central de la democracia que, junto con la de participación, parece estar en declive en una sociedad individualizada y descohesionada como la actual (Camps, 1997: 529).
Estas tendencias no son ajenas al propio devenir de la actividad educativa en los centros, donde, como avisa la profesora Guichot Reina (s.f.), predomina una manera individualista de pensar y de ejercer la docencia que obstaculiza esa necesaria “cultura de colaboración”. En muchos casos, son las propias familias las que parecen desentenderse de esta responsabilidad, con pocos deseos de implicarse o de indagar en los cauces para poder hacerlo.
La participación de los padres, así como la de los alumnos, implica una exigencia muy conectada al éxito de la educación para la ciudadanía: la existencia de una cultura escolar democrática. En este sentido, la educación cívica no puede entenderse sólo a través de los contenidos curriculares, sino que se configura también como una parte natural en la vida diaria y la organización de la escuela. Para los padres, jugar un papel dinámico en la actividad de la escuela les ayudará tanto a desarrollar sus propias competencias cívicas, como a posicionarse como modelos a seguir para sus hijos (Eurydice, 2005).
En casa, en la escuela, y con la participación de los padres en la escuela, niños y jóvenes irán adquiriendo competencias para la participación democrática, irán forjando su orientación política, sabrán cómo ejercer y reclamar sus derechos, cómo organizarse para conseguir propósitos comunes, desarrollarán una mentalidad crítica, una comunicación argumentativa… Se convertirán en ciudadanos activos y responsables, desde la base del hogar y desde el modelo familiar.
De lo que hablamos, en definitiva, es de la necesidad de reivindicar el papel de la familia en la socialización cívica y política, por encima incluso de la escuela. Puede que a través de los currículos oficiales se transmitan conocimientos y competencias instrumentales, pero su función en la socialización política de los alumnos ya no es tan evidente (Albala-Bertrand, 1996: 698). Tal y como afirman Keeter y sus colegas (2002), el simple hecho de crecer en un hogar en el que hay debates políticos voluntarios y regulares tiene un impacto más trascendente sobre el nivel de participación en los asuntos políticos y cívicos que cualquier otro derivado de la educación formal.
Este potencial de la familia para crear capital cívico ha sido indagado en numerosas investigaciones desarrolladas a nivel internacional y europeo. Dos ejemplos interesantes y recientes los tenemos en el Civic Education Study (CIVED) de la IEA , así como en el proyecto ETGACE (2003), patrocinado por la Comisión Europea.
El estudio de la IEA (véase Torney-Purta y otros, 2001; Amadeo y otros, 2002), en el que participaron 140.000 alumnos de entre 14 y 19 años de 28 países distintos, tenía por objetivo cuantificar la importancia de los distintos factores que influyen en la adquisición de la competencia cívica. En el estudio con alumnos de entre 16 y 19 años se incluyeron dos factores adicionales dentro de la procedencia social de los estudiantes para medir su conocimiento y compromiso cívico: el nivel educativo de los padres y el tamaño de la familia. Ambos se sumaban a los recursos de alfabetización en el hogar, tales como número de libros en casa, que resultó, al igual que en el estudio con alumnos de 14 años, el principal factor para procurar el conocimiento cívico. Del mismo modo, el nivel educativo de los padres y la estructura familiar ocupaban el tercer puesto de influencia.
El peso del hogar y de la familia resulta así más trascendente que otros factores relacionados con la escuela –clima en el aula abierto al debate y participación en la organización y gobierno del centro- o con el consumo de medios de comunicación. Del mismo modo, la conexión entre familia y compromiso cívico quedó, aunque de forma indirecta, demostrada con el hecho de que la predisposición a ejercer el derecho al voto estaba ante todo informada por el nivel de conocimiento cívico, influenciado en primera instancia, recordemos, por factores relacionados con la familia.
Por su parte, el proyecto ETGACE, desarrollado en seis países europeos, analiza el aprendizaje de la ciudadanía en cuatro ámbitos distintos –trabajo, estado, sociedad civil y dominio privado- y en distintos modos de intervención educativa –formal, no formal e informal-, utilizando un método de indagación denominado “biográfico” o “historia de vida”. Una de las principales conclusiones a las que llega la investigación es que el sentido de ciudadanía está embebido en la historia de vida de cada individuo, y la experiencia en la niñez parece desempeñar un trascendente papel en la predisposición a convertirse en un ciudadano activo, formada a menudo en edades tempranas y en el dominio privado, la familia y la comunidad, tanto como en la escuela. Es por todo ello que el aprendizaje de la ciudadanía debe definirse como un “proceso de aprendizaje permanente”, un concepto que, como iremos comprobando, es capital en la educación cívica, así como en lo que concierne al papel de la familia.
Definitivamente, se hace difícil imaginar una educación para la ciudadanía sin una intervención familiar que es especialmente trascendente en lo que concierne a las actitudes y los valores. Pero, tal y como se reconoce en alguna de las investigaciones anteriormente citadas, su importancia no ha sido lo suficientemente reconocida. Y ello a pesar de que la educación cívica se ha convertido en una preocupación esencial para los gobiernos de todo el mundo como respuesta a las tendencias de la nueva modernidad.

Un renacido interés en el plano internacional

Los estudios de la IEA o los impulsados por la Comisión Europea se enmarcan en una renovada preocupación internacional por la cuestión de la educación para la ciudadanía, acogida por organismos como el Consejo de Europa, la UNESCO y la Unión Europea, así como, a título individual, por algunos de sus Estados miembros. Una buena muestra de estas iniciativas nacionales es la reforma educativa inglesa, iniciada a finales de los noventa a partir del conocido como Informe Crick (1998), que determina la inclusión obligatoria de la educación para la ciudadanía en el National Curriculum británico. Tenemos, en esta misma dirección, la reforma introducida en nuestro país por la LOE de 2006, que incorpora la asignatura de educación para la ciudadanía y los derechos humanos en todos los niveles de la educación obligatoria.
Por su parte, el Consejo de Europa viene apostando por una “educación para la ciudadanía democrática” (ECD) que da nombre a un fructífero programa iniciado en 1997 y centrado en los derechos y responsabilidades de los ciudadanos y en la participación de los jóvenes en la sociedad civil. Articulado en diversas iniciativas, el programa prevé facilitar un marco europeo para el fortalecimiento de la educación para la ciudadanía democrática en todos los niveles y ámbitos de enseñanza.
El concepto de ECD configurado por el Consejo de Europa implica “toda actividad educativa” a lo largo de la vida, es decir, tanto en el ámbito formal como el no formal e informal, incluyendo, por supuesto a la familia. La perspectiva de la “educación permanente” supone, para el Consejo de Europa, tener también en cuenta “todas las oportunidades de colaboración informal” en la enseñanza de la ciudadanía, en particular las que ofrece la familia y las organizaciones de la sociedad civil. Anima, precisamente por ello, a crear “asociaciones cívicas” entre la escuela y la familia, la comunidad, el trabajo y los medios de comunicación. Es decir, entre la escuela y las otras instancias socializadoras (Consejo de Europa, 2002).
Las aportaciones del propio Consejo de Europa (véase también O’Shea, 2003) de la UNESCO (2001), así como de la Comisión Europea (DGXXII, 1998; Eurydice, 2005) han proporcionado un rico marco conceptual en relación a la educación para la ciudadanía, de la que podemos destacar una serie de caracteres fundamentales, a saber: se trata, como decíamos, de un proceso de aprendizaje permanente que supera el espacio y tiempo escolar, pudiendo, por ello, desarrollarse en múltiples contextos, incluidos la familia, el trabajo, la comunidad y la sociedad civil, e incorporando, a su vez, múltiples dimensiones de cara a la adquisición de conocimientos, actitudes, valores y habilidades en un plano cognitivo, afectivo y pragmático.
El objetivo, en última instancia, es impulsar una ciudadanía activa, participativa y responsable, conformada, más allá del pasivo estatus legal –derechos y deberes-, en una entidad que incorpora, a modo de proceso o práctica, un componente activo de la pertenencia ligado a la participación y a una adhesión de naturaleza identitaria. Al nivel de la política educativa de la Unión Europea, la conexión de la educación para la ciudadanía con las ideas de “ciudadanía responsable” y “participación activa” ha sido reconocida en numerosos documentos comunitarios, así como la estrecha vinculación con los principios y valores que alumbran la unidad europea: la democracia, los derechos humanos, la libertad, la igualdad, la tolerancia, el respeto por la diversidad…
La educación y, a su vez, la vinculación de su dimensión europea con el objetivo de fundar un sentido de ciudadanía comunitaria, se ha convertido en un objetivo prioritario para un proyecto europeo que desembarca en el siglo XXI con importantes retos democráticos y afectivos que acometer en una Unión con 27 Estados miembros y más de 500 millones de ciudadanos. La cuestión, a la que atenderemos en las próximas líneas, es cómo engarzar la necesidad vital de invertir en educación para crear un capital cívico europeo con un objetivo estratégico global de la UE que precisa una enseñanza más instrumental: convertirse en la economía del conocimiento más competitiva del mundo.

2. LA UNIÓN EUROPEA Y LA EDUCACIÓN: ¿‘CAPITAL HUMANO’ O ‘CAPITAL CIUDADANO’?

En la Europa creada en los Tratados de Roma se impone la visión de un “ciudadano europeo” a modo de sujeto económico cuyos derechos y libertades están vinculados al acceso al Mercado Común. La libre circulación de trabajadores responde a los imperativos de una integración económica que no precisa durante sus primeras décadas de un componente social, cultural, y cuanto menos afectivo. Maastricht supone el giro de la integración europea hacia estas dimensiones, en las que la educación debe desempeñar un papel fundamental.
La puesta en marcha de una política educativa europea obedece a un doble objetivo: por un lado, fomentar una educación y formación de calidad que se convierta en un motor esencial de desarrollo económico para la Unión Europea; por otro lado, forjar un sentimiento de pertenencia a Europa e impulsar la participación activa de la ciudadanía, en especial de los más jóvenes, en el proyecto comunitario. Ambos objetivos se integran, a su vez, en dos desafíos más amplios que superan el ámbito de la educación, pero en los que la educación ocupa un puesto central: por un lado, la necesidad de estrechar la “brecha” entre la UE y sus ciudadanos, superando un “déficit democrático” de calado también social; y, en otro término, la meta definida en Lisboa por la UE de convertirse en la economía basada en el conocimiento más competitiva y dinámica del mundo.
Las versiones cívica y económica de la dimensión europea de la educación configuran una problemática rodeada de muchas cuestiones. Para empezar, ¿son incompatibles? ¿Pueden, deben, de hecho, complementarse? En esencia, ¿busca Europa en la educación y en los jóvenes un “capital humano” o un “capital ciudadano”?

La ciudadanía activa y la identidad europea en el epicentro del “déficit democrático” de la UE

La reforma de la gobernanza europea , definida como prioritaria en una Unión ampliada y que precisa una profunda remodelación institucional para lograr un gobierno más eficaz, abierto a la participación y, sobre todo, cercano a los ya más de 500 millones de ciudadanos europeos, se desarrolla desde comienzos del siglo XXI en el contexto de un debate más amplio sobre el futuro de Europa: el de la Constitución. El mandato constitucional elaborado en diciembre de 2001 en el Consejo Europeo de Laeken alude al reto democrático interno al que se enfrenta la UE, y que pasa por una reforma institucional, pero, de forma más profunda, por zanjar la “brecha” abierta con los ciudadanos comunitarios.
Esta brecha aparece de forma manifiesta en las elecciones a la Eurocámara, donde ser recogen altos índices de abstención, especialmente entre la población más joven. Se aprecia también, de forma aún más preocupante –porque paraliza la propia dinámica y profundización de la integración-, en los referendos populares de ratificación de los Tratados, cada vez más problemáticos desde que los daneses abrieran la “caja de Pandora” con el “no” a Maastricht hace más de una década. Era el primero de muchos otros “noes”: entre los más señalados, el rechazo de los ciudadanos franceses y holandeses –dos Estados miembros fundadores- que dinamitó la Constitución europea en la primavera de 2005; el más reciente, el “no” irlandés a la reforma de Lisboa en junio de 2008.
La Unión busca, por un lado, definir su “finalidad política” –la Constitución fue un intento definitivo-, pero para ello necesita una base popular –apoyo a los Tratados y más participación electoral-; busca también, por esta misma razón, democratizar la toma de decisiones mediante una mayor transparencia, apertura y participación, todo ello dentro de una maquinaria de engranaje que tiene por objetivo último conseguir mejores políticas y los mejores resultados. Si traducimos estos objetivos al lenguaje de la legitimidad democrática, nos encontramos con dos conceptos básicos: “proceso” y “resultado”. Son también dos variables que centran en gran medida la polémica sobre el “déficit democrático” de la Unión Europea.
La cuestión de la legitimidad democrática de una Unión transnacional como la UE radica en una clara ruptura para con los cánones tradicionales que caracterizan a las entidades y procedimientos democráticos, a saber: una base popular definida por un sentimiento de identidad nacional –la pregunta clave de ¿quién es el pueblo?-; la participación de los ciudadanos dentro de una unidad democrática soberana; los mecanismos de representación y de responsabilidad –rendición de cuentas- y de control político y democrático.
Mas allá de la legitimidad legal que le otorga su génesis institucional a través de los Tratados, los canales de representación y participación política en la UE están minados por la debilidad intrínseca del PE –única Institución elegida directamente por los ciudadanos europeos-. Los asuntos fundamentales son manejados a nivel intergubernamental dentro del Consejo, sin posibilidad de control por parte de las Cámaras nacionales. Por su parte, la iniciativa legislativa de las políticas comunitarias pertenece en cuasi-monopolio a la Comisión, un órgano de naturaleza independiente y alejado del control de los ciudadanos.
Pero el mayor de los problemas reside en que la Unión carece de una legitimidad social, lo que F. W. Scharpf (1999/2000) denomina “legitimidad de origen”, algo que, en definitiva, debe garantizar un gobierno “del” y “por” el pueblo. Para justificar el gobierno mayoritario se pone el énfasis en la legitimidad de las elecciones políticas que reflejan la “voluntad popular”, cuya existencia exige como pre-condición la creencia en una identidad colectiva densa. Como recuerda W. Kymlicka (2001/2003: 382), la democracia debe implicar “un sistema de deliberación y legitimación colectiva” que precisa algún tipo de grado de vida en común entre los ciudadanos y un cierto sentido de identidad compartida, siendo trascendental aquí el carácter territorial de las comunidades, algo de lo que carecen organizaciones internacionales como la UE. He aquí la problemática de su democratización.
Es difícil afirmar que en la UE exista una auténtica “volunta popular” representada de forma directa en el Parlamento Europeo. Contemplamos, en su lugar, un agregado de “voluntades”; pero también una suma de “opiniones públicas” –en lugar de una esfera pública europea-; un agregado de nacionalidades –en el puesto de una auténtica ciudadanía europea-. Volvemos así a la raíz central del problema: la ausencia de sólidos lazos de afecto, de solidaridad, de cohesión entre los pueblos de Europa. La construcción de la identidad europea gravita sobre el “déficit democrático” de la UE, y este déficit esencial hace difícil pensar en una verdadera participación ciudadana activa y responsable en la arena transnacional.
Los objetivos de la Unión –la reforma institucional, su proceso de constitucionalización- traducidos al lenguaje de la legitimidad democrática nos llevan al epicentro de la ciudadanía, al sentido de pertenencia. Éste nos conduce a la educación: si ésta ha sido, históricamente, un instrumento esencial para construir la identidad nacional y para fundar la ciudadanía moderna, ¿por qué no podría, desde su dimensión europea, entrañar las lealtades y los compromisos que precisa el proyecto de construcción comunitario? Comenzamos a recorrer este camino, repleto, por otra parte, de contradicciones, también de necesarias complementariedades, en esa balanza en la que se pesan la ciudadanía y la economía.

Hacia una dimensión educativa y ciudadana de Europa

Llega un momento en la historia de la integración europea en el que sus arquitectos se convencen de que la educación y la formación juegan un papel vital para avanzar y profundizar en la construcción de Europa, por dos motivos fundamentales: en primer lugar, porque deben convertirse en un motor de crecimiento y empleo ante los nuevos retos que plantea la sociedad de la información y del conocimiento; en segundo lugar, porque es necesario impulsar una “dimensión europea de la educación” (DEE), forjada a partir de una mayor “cooperación” entre los sistemas educativos europeos y necesariamente conectada al concepto de ciudadanía y de identidad europea.
El camino hacia esta “dimensión europea de la educación” se va forjando durante la década de los setenta cuando, en una Resolución de los Ministros de educación, de 1976, se utiliza por primera vez esa noción . Se consolida durante los ochenta, especialmente con la Resolución de 1988 sobre una DEE que los ministros vinculan al objetivo de “fortalecer en los jóvenes el sentido de la identidad europea y aclararles el valor de la civilización europea”. Se refieren a esos cimientos sobre los que se ha construido Europa y sobre los que se proyecta su futuro: democracia, justicia social, respeto por los derechos humanos, diversidad cultural… Esta interpretación de la DEE apoyada también, y esencialmente, en valores y actitudes relacionados con un sentido de ciudadanía europea, se refuerza con la contribución del Libro Verde de 1993.
Pero antes debía llegar el necesario impulso político. Lo haría en 1992, con la firma del Tratado de la Unión Europea, que atribuye a la Comunidad competencias explícitas –aunque no exclusivas- en los ámbitos de la educación y la formación (arts. 149 y 150 TCE). La acción comunitaria estaría dirigida a “contribuir” a una educación de calidad en los sistemas de enseñanza europeos, bien favoreciendo la cooperación entre los Estados miembros, bien “apoyando y completando” la acción de estos. La DEE se incorpora al acquis legal comunitario configurada como una experiencia que sistemas educativos, centros, docentes y alumnos deben experimentar a través del aprendizaje de las lenguas de la UE, la movilidad, el reconocimiento académico de los títulos, la cooperación entre los centros, el intercambio de información y de experiencias entre los sistemas de educación y formación, etc. (art. 149 TCE).
Pero el acuerdo de Maastricht supone mucho más que el desembarco de la educación en la Europa de los Tratados. La creación de una ciudadanía de la Unión Europea , dotada de contenido legal y asociada a una serie de derechos y libertades genuinamente transnacionales, implica también el tránsito definitivo desde la “Europa de los trabajadores” –símbolo de una Unión centrada en la integración económica en la segunda mitad del siglo XX- hacia una “Europa de los ciudadanos” en el siglo XXI.
La Europa de la educación es también, debe serlo necesariamente, la Europa de los ciudadanos, y viceversa. Ello implica una Europa más humana, más democrática; una Europa que hay que “enseñar”; una Europa por “conocer”; una Europa en la que “participar”; una Europa que hay que “sentir”. Educación, ciudadanía e identidad: conceptos interrelacionados de cara a enfocar el proceso de integración hacia su dimensión social y cultural. La ciudadanía europea es más, mucho más, que una irrealidad jurídica; entraña, por ende, un referente socio cultural e identitario para un “objeto” económico, de precisión jurídica y de ambición política –la Unión Europea- que, recordemos las palabras de Jacques Delors, aún no ha sido “identificado”.
Hablamos, en definitiva, de la necesidad de estimular una formación cívica de dimensión europea. Al nivel de los Tratados, hemos vivido recientemente la explicitación de los lazos que unen la ciudadanía europea y la educación, convertidos en objetivos prioritarios e interconectados. Así, en la reforma de Lisboa (2007) se modificó el antiguo artículo 149 para añadir entre los objetivos de la acción de la UE en materia de educación el fomento de “la participación de los jóvenes en la vida democrática de Europa” (art. 165.2 TFUE).
Este artículo 149 del Tratado CE, junto con el referido a la formación profesional, ambos incorporados en Maastricht, sirven de base legal para la puesta en marcha de la primera fase de los programas Sócrates (enseñanza escolar, superior y adultos) y Leonardo (formación profesional) a mediados de los noventa. Se trata de iniciativas que han contribuido, sin duda, a fomentar la dimensión europea de la enseñanza en todos los niveles. Sin embargo, la pregunta que debemos hacernos, para lo que nos ocupa, es si han servido realmente para componer un verdadero “capital ciudadano”: ese espacio cívico y afectivo que debe acompañar toda educación de una forma transversal, y, por ende, también una enseñanza de calado europeo.
Podemos afirmar, sin embargo, que no se han aprovechado todas la posibilidades que ofrecía la DEE tal y como ha sido gestada y significada. Basten para ello algunos ejemplos. Uno de los más ilustrativos nos lo ofrece la propia Comisión, que en un estudio de 1998 determina que los proyectos educativos europeos que han obtenido mejores resultados y logrado mayor efectividad en sus participantes en lo que se refiere a los objetivos de la DEE han sido precisamente los que se enfocan hacia las distintas dimensiones de la ciudadanía, buscando algún tipo de implicación no sólo cognitiva sino también afectiva y participativa, e incorporando también valores y principios ligados a la identidad y la ciudadanía europea (DGXXII, 1998). En el mismo sentido se expresan otros informes encargados por la Comisión y coordinados por Kazepov (1997) y Osler (1997). Tales evaluaciones destacan que la mayoría de los proyectos carece de una efectiva orientación hacia la dimensión afectiva que debe acompañar todo intento de potenciar una dimensión europea de la ciudadanía activa.
A pesar de estas conclusiones, las prioridades marcadas por la Unión Europea para el futuro desarrollo de su política educativa no están centradas precisamente en la generación de capitales cívicos y afectivos, sino en condiciones más ligadas a la competitividad y la empleabilidad en la nueva Europa del conocimiento que se perfila en los albores del nuevo siglo. Tal es el enfoque de una Comunicación presentada por la Comisión Europea en 1997 , que sienta los cimientos para la nueva generación de programas comunitarios en materia de educación, formación y juventud para el periodo 2000-2006. Estos programas deben servir al objetivo dibujado en el Consejo Europeo de Lisboa de 2000 de una Europa que se sitúa en la vía del conocimiento para ser la más competitiva en la sociedad global.
Lo positivo, sin duda, es que a comienzos del siglo XXI observamos que la educación se ha convertido en un objetivo esencial de la política comunitaria en tanto que parte integrante de las denominadas “políticas del conocimiento”. Además, este Espacio Europeo de Educación y Formación abierto y dinámico que se presenta en la Comunicación de la Comisión de 1997 debe servir también de marco al proceso de construcción de la ciudadanía europea. Por su parte, el concepto de “Lifelong Learning” , íntimamente conectado con la educación cívica, se incorpora como eje transversal en la segunda fase de la política educativa europea, muy especialmente a partir de la configuración de los Objetivos de Lisboa.
Aparentemente, buena parte de la estrategia de construir la Europa del conocimiento parece desembocar en la educación y en la ciudadanía. Lo importante, desde luego, es que estos dos conceptos confluyan no por separado sino interconectados.

La educación y la formación en el núcleo de la Europa del conocimiento

El Consejo Europeo extraordinario celebrado en Lisboa en marzo de 2000 define un nuevo objetivo estratégico para la Unión Europea de cara a la primera década del siglo XXI: “convertirse en la economía basada en el conocimiento más competitiva y dinámica del mundo, capaz de crecer económicamente de manera sostenible con más y mejores empleos y con mayor cohesión social.” Se trata de un ambicioso objetivo dentro del cual la educación y la formación, y especialmente la estrategia del “aprendizaje permanente”, deben jugar un papel esencial.
Los retos que para la UE y sus ciudadanos plantea la sociedad del conocimiento, la creciente mundialización y las transformaciones económicas, tecnológicas, sociales, culturales y demográficas, colocan la educación en un lugar central de la estrategia comunitaria. Se exige, en este contexto, una formación inicial adecuada a las nuevas competencias que se demandan en el mundo laboral, y una educación permanente capaz de adaptarse a los rápidos cambios en estas mismas demandas.
Siguiendo el mandato de Lisboa, el Consejo de ministros de Educación de la UE elabora en 2001 un Informe sobre los “Futuros objetivos precisos de los sistemas de educación y formación”, en el que establecen tres metas esenciales en torno a los sistemas de educación y formación europeos de cara a 2010: mejorar su calidad y eficacia; facilitar el acceso; y abrirlos al mundo exterior. Estos objetivos serían recogidos un año después en el Consejo Europeo de Barcelona de marzo, donde se presenta un programa de trabajo detallado para su seguimiento (Consejo de la UE & Comisión Europea, 2002).
El programa de trabajo desarrolla las tres metas fundamentales para los sistemas europeos de educación y formación –recordemos, calidad, acceso, y apertura al mundo exterior- a través de 13 objetivos más específicos en los que prevalecen, ante todo, los aspectos materialistas, técnicos y científicos de la educación y la formación, aunque también se encuentran referencias a la formación cívica y el desarrollo de un espíritu de ciudadanía europea.
Se habla, por ejemplo, de desarrollar las aptitudes necesarias para la sociedad del conocimiento a través de competencias asociadas al manejo de las tecnologías, las habilidades para las matemáticas y la ciencia, el espíritu empresarial, así como de otras de más calado personal, cívico y cultural, tales como “aprender a aprender”, competencias sociales o cultura general. Alguna de estas habilidades, tal es el caso del dominio de lenguas extranjeras, incorpora un doble matiz: está encaminada a ofrecer oportunidades laborales, aunque también es un importante instrumento de interacción cultural. En todo caso, algunas de estas competencias están interrelacionadas y pueden albergar una distintiva dimensión europea y cívica de la habilidad que se adquiere.
Hay elementos muy claros de la tendencia que apuntamos arriba en objetivos como el de aumentar la matriculación en los estudios científicos y técnicos, o el de desarrollar el espíritu empresarial. Sin embargo, la promoción de la ciudadanía activa, el incremento de la igualdad de oportunidades y el refuerzo de la cohesión social también ocupan su lugar en la estrategia de construir la Europa del conocimiento. Este objetivo específico (2.3), enmarcado en la meta estratégica de facilitar el acceso de todos a los sistemas de educación y formación, alberga entre sus cuestiones clave la necesidad de “velar por que entre la comunidad escolar se promueva realmente el aprendizaje de los valores democráticos y de la participación democrática, con el fin de preparar a los individuos para la ciudadanía activa”. Los destinatarios serían una proporción de la población de entre 18 y 24 años, que no hayan seguido más que el primer ciclo de la enseñanza secundaria y que no prosigan sus estudios o su formación.
El Grupo de Trabajo encargado de evaluar la implementación de este objetivo presenta en 2003 un Informe en el que define cuatro asuntos clave sobre los que incidir: en primer lugar, asegurar que el aprendizaje de los valores democráticos y la participación ciudadana sean efectivamente promovidos por todos los socios educativos participantes de cara a preparar a los estudiantes para la ciudadanía activa; en segundo lugar, la conveniencia de extender la prioridad de la educación para la ciudadanía democrática a todos los sectores y grupos de edad de la educación, no limitándolo sólo a las escuelas o los jóvenes; en tercer lugar, extender la cooperación en materia de educación cívica a todos los niveles, formales e informales; por último, asegurar la participación democrática a través del proceso de aprendizaje (Working Group G, 2003).
En otro orden de cosas, ya apuntábamos que la apuesta por un Espacio Europeo del Aprendizaje Permanente se presenta clave dentro de los Objetivos de Lisboa, convirtiéndose, además, en la guía que marca el desarrollo de las políticas europeas de educación y formación. No es de extrañar, por ello, que los antiguos programas Sócrates y Leonardo hayan sido reagrupados en el nuevo programa de acción integrado en el ámbito del aprendizaje permanente a partir de 2007 y hasta 2013 (Parlamento Europeo & Consejo, 2006a)
La terminología más económica de Lisboa coloca este tipo de aprendizaje como una pieza clave para la adaptabilidad y flexibilidad del mercado laboral que precisa la sociedad europea del conocimiento. Sin embargo, no hay que olvidar que este concepto también se asocia a conocimientos, actitudes y aptitudes desde una perspectiva personal, cívica y social. Puede contribuir, desde una dimensión europea, a desarrollar actitudes y valores asociados a una ciudadanía europea que se puede enseñar y aprender en múltiples contextos de aprendizaje –formales, no formales, informales- y durante todas las etapas de la vida.
En definitiva, a pesar de las carencias, de las contradicciones, del camino que se atisba aún por recorrer, nos volvemos a quedar con lo positivo: el hecho de que la meta de alcanzar la Europa del conocimiento haya contribuido a situar la educación y la formación y, en consecuencia, también la ciudadanía, en núcleo de la integración europea. Lo importante, al fin y al cabo, es mantener equilibrada la balanza de la educación en Europa entre mercado y ciudadanía.
En la construcción del Espacio Europeo de Educación Superior (EEES) encontramos otro buen botón de muestra de esta fluctuación entre la dimensión económica y cívica de la educación en el marco de las políticas europeas. La atendemos en las siguientes líneas.



La Educación Superior en Europa: entre la lógica del mercado y el deber de formar ciudadanos

La definición de la universidad como centro de producción y de transmisión del conocimiento la sumerge dentro del reto definido en Lisboa de convertir la UE en una economía del conocimiento competitiva y dinámica. Su posición en el desarrollo intelectual, cultural, social, técnico y científico la coloca también en el mismo centro de un proceso de integración que aspira precisamente a extenderse hacia estas dimensiones, superando la estrecha perspectiva económica. Como portadora, a la vez que transmisora, de la herencia cultural europea, así como punto de encuentro de las diversidades de los pueblos y naciones del Continente, constituye un espacio donde el intercambio cultural puede fecundar con una tradición de cultura y de valores comunes a todos los europeos. Supone, por último, un lugar para aprender y experimentar la ciudadanía democrática.
Todos estos principios describen lo que ha significado la universidad en Europa, y el papel que debe jugar en la Europa presente y futura. Constituyen, a su vez, la filosofía que subyace a la puesta en marcha del Proceso de Bolonia, y que se prefigura ya en la Magna Charta Universitatum (1988) y en la Declaración de La Sorbona (1998) .
La apuesta definitiva llegaría en la ciudad de Bolonia, en junio de 1999, cuando 29 países europeos suscriben un plan de ruta para la creación de un espacio común de enseñanza superior antes de 2010 a través seis líneas de actuación en las que avanzar: un sistema de grados académicos fácilmente comprensible y comparable; estructuración de las enseñanzas universitarias en dos ciclos principales –grado y postgrado-; un sistema de créditos compatible; la movilidad de los estudiantes, docentes e investigadores; la cooperación europea en materia de garantía de calidad; y, por último, una dimensión europea de la educación superior mediante, entre otros aspectos, su correspondiente desarrollo curricular y la cooperación entre las instituciones de enseñanza superior.
Tales son los seis pilares para un objetivo común global: construir un espacio europeo de la educación superior que mejore la empleabilidad y propicie la movilidad de los ciudadanos europeos e incremente, a su vez, la competitividad internacional de la educación superior europea. Tales retos, se reconoce en Bolonia, están conectados con la construcción de una Europa del conocimiento que debe ser también un motor para el desarrollo de la persona, de la sociedad y de la ciudadanía europea.
Dos años después, en Praga, los ministros de educación suman tres pilares más a las directrices establecidas en Bolonia, además de declarar un principio básico que debe inspirar toda educación superior: su consideración como bien y como responsabilidad pública. El primero de ellos es la idea de “aprendizaje permanente”; los dos restantes, la incorporación de los estudiantes y de la “dimensión social” al Proceso, nos van a servir para testear las contradicciones en la construcción del EEES.
En Praga se acuerda la incorporación de las instituciones de enseñanza superior (IES) y, de forma aún más significativa, de los estudiantes, al proceso de creación del EEES en tanto que “socios constructivos, activos y competentes” . Estudiantes e instituciones deben ser consultados en determinados ejes estratégicos del proceso, tales como la garantía de calidad, los asuntos relativos al reconocimiento y uso de los créditos, el desarrollo de los grados de unión, el aprendizaje continuo, y la denominada “dimensión social” del Proceso de Bolonia, muy especialmente en todo lo relativo a los obstáculos socio-económicos para la movilidad estudiantil. La participación estudiantil es refrendada en el encuentro ministerial de Berlín, en 2003, donde se reconoce el derecho de los estudiantes a tomar parte en la forma de gobernar la educación superior.
La “dimensión social”, muy demandada, por otro lado, por los propios estudiantes, es el tercer objetivo que se sube al carro de Bolonia en 2001. Aunque es en la última reunión de Londres, en 2007, cuando la “dimensión social” cobra una mayor relevancia. Se reconoce explícitamente el importante rol de la dimensión social de la educación superior para fomentar la cohesión social, reducir las desigualdades, aumentar el nivel de competencias en la sociedad y potenciar el desarrollo personal del individuo y su contribución a una sociedad del conocimiento democrática y sostenible.
Hemos hablado de las sinergias entre el Proceso de Bolonia y el objetivo de la UE de constituirse en la economía basada en el conocimiento más competitiva del mundo en 2010, algo que ha tenido mucho que ver con las protestas estudiantiles centradas en la supuesta mercantilización y privatización de la educación superior. Todo ello está muy relacionado con la propia participación el estudiante dentro del Plan Bolonia, con la contribución social y cívica que debe tener una educación superior eminentemente pública, y, por supuesto, con la reclamada “dimensión social” del Proceso. Vayamos por partes.
Para empezar, las uniones de estudiantes europeos vienen denunciando en diversos informes (véase ESIB, 2005) la casi exclusiva perspectiva dirigida hacia el mercado laboral europeo que se está otorgando a la configuración de la dimensión europea de la educación superior, en detrimento de una sustancial orientación europea del currículo. De la misma forma, se plantean si realmente son “plenos miembros” en la construcción del EEES o han sido, por el contrario, reducidos al papel de meros “clientes”, consumidores de un servicio educativo convertido en mercancía.
Se habla, con razón, de una oferta de titulaciones que se configura según los criterios de la demanda del mercado laboral, olvidando estudios que podrían denominarse “saberes básicos propios del ámbito universitario” (Vázquez García, 2008: 30). Conviene, en este punto, no olvidar, ni ignorar, el irrenunciable capital social y cívico que deben formar las universidades, aún cuando éste no sirva al mercado, pero sí a la democracia.
Participación democrática es precisamente lo que reclaman los estudiantes en la creación del EEES y en el gobierno de las instituciones de educación superior. En el Informe presentado en Bergen en 2005 por el ESIB, se afirma que existen áreas donde la influencia estudiantil es demasiado limitada o simplemente nula. Cabe recordar que están implicados en asuntos como la garantía de calidad o la “dimensión social” del EEES, un punto este último que los estudiantes denuncian como uno de los objetivos más descuidados, cuando debería constituirse en una acción transversal que recorra todas las demás líneas de actuación.
Volviendo a la participación estudiantil, nos parece claro que si la obviamos estaremos desaprovechando un importante instrumento para formar “capital ciudadano”. Será entonces necesario, como acertadamente recuerdan Michavila y Parejo (2008) apostar decididamente por un mejor aprendizaje de competencias sociales y cívicas en un contexto universitario que debe ser también “verdaderamente democrático” y facilitar un papel más participativo en el colectivo de estudiantes.
Nos encontramos, en definitiva, ante el proceso de construcción de una educación superior convergente en Europa en la que se reflejan muchas de las tendencias de la actual sociedad global posmoderna que hemos contextualizado al inicio de este capítulo: mercantilización, ausencia de perspectivas cívicas… Cuando el conocimiento, la cultura, la educación, en un sentido amplio, pierden su valor formativo para entrar de lleno en la lógica de la oferta y la demanda ocurre lo que denuncia Z. Bauman, recordemos: “ya no hay gente a la que educar, sino clientes a los que seducir”.
La era postmoderna desvirtúa así dos pilares básicos para aspirar a un futuro más humanizado: la educación –mercantilizada- y la juventud –que cada vez ignora en mayor medida el hecho político y del deber cívico-. Al la vista de los acontecimientos, puede que el propio proyecto europeo esté también desaprovechando este capital cívico y de futuro.
La dimensión europea de la educación, entendida desde su concepción cívica, y aprendida y experimentada en distintos contextos de aprendizaje, es precisamente la cuestión que va a centrar las últimas páginas de este capítulo.

3. APRENDER LA CIUDADANÍA EUROPEA A LO ANCHO DE LA VIDA: PERSPECTIVAS CURRICULARES Y OPORTUNIDADES INFORMALES

La “dimensión europea de la educación” está estrechamente conectada al objetivo de formar ciudadanos europeos desde un punto de vista cognitivo, afectivo y pragmático, propiciando la adquisición de las competencias necesarias para ejercer una participación informada, activa, comprometida y responsable en la arena transnacional. Se trata de una enseñanza ligada a valores que son “comunes” a todos los ciudadanos comunitarios, pero que tienen una proyección universal y multicultural, de cara a conformar una identidad abierta, flexible y dinámica para adaptarse a una Europa cuyas bases culturales y sociales están en constante transformación y en el contexto de un mundo global cada vez más interconectado.
Las extensas perspectivas curriculares para la formación en competencias ciudadanas desde su dimensión europea están unidas también a un concepto de “aprendizaje a lo ancho de la vida” que ofrece desde el ámbito de la educación informal oportunidades irreemplazables para una socialización cívica que incorpore elementos afectivos y pragmáticos. La familia reivindica aquí su papel privilegiado, también desde una dimensión europea.

Conocimientos, actitudes y capacidades para el aprendizaje de la ciudadanía europea activa

La educación para una ciudadanía activa y responsable no sólo tiene que ver con el conocimiento de una serie de derechos y deberes, así como destrezas, asociados a la participación y la convivencia en una comunidad social y política, sino que implica también una identificación para con una serie de principios y valores asumidos en relación con esta misma comunidad, de la que nos debemos sentir parte y ser partícipes. En su dimensión europea, el aprendizaje de la ciudadanía implica estos mismos vectores: se trata de conocer nuestros derechos y responsabilidades en tanto que ciudadanos de la Unión Europea; debemos conocer su historia, su límites geográficos, el funcionamiento de las instituciones europeas; necesitamos también “reinteriorizar” aquellos principios, valores y actitudes que comulgan con una comunidad democrática y plural de Estados de Derecho; y poseer además las habilidades necesarias para participar en la comunidad transnacional.
La “dimensión europea de la educación” está, de este modo, asociada a la necesidad de formación en valores y el desarrollo y actitudes y capacidades ligados a la ciudadanía europea. Precisamente en este sentido se expresa el Libro Verde sobre la educación publicado por la Comisión Europea en 1993, un documento clave en la conceptualización y clarificación del significado de la DEE: el “valor añadido” de la acción comunitaria en el ámbito educativo, se afirma, reside en la contribución a una ciudadanía europea basada en unos valores que comparten todos los europeos.
Estos valores que nos son “comunes” y que unen a los Estados y pueblos de la Unión aparecen perfectamente especificados en el Tratado de la UE y en sus sucesivas reformas: los principios de libertad, democracia, igualdad, respeto de los derechos humanos –incluidos los derechos de las minorías-, y Estado de Derecho, en una sociedad caracterizada por el pluralismo, la no discriminación, la tolerancia, la justicia, la solidaridad y la igualdad entre hombres y mujeres. (art. 2 TUE ).
Hablamos de valores de proyección universal que sintonizan con la construcción de una identidad europea muy dinámica en una comunidad ampliada y globalizada que redefine constantemente sus fronteras geográficas, políticas, culturales, sociales y lingüísticas. La reciente ampliación al Este y la creciente recepción de flujos migratorios configuran nuevas fronteras de identidad y de ciudadanía en el interior de la UE (véase Blanco Sío-López, 2006; Spohn & Triandafyllidou, 2003: 10).
En una Europa cada vez más multicultural y pluriétnica, la definición de la identidad europea no puede emprenderse desde una visión “eurocentrista” o a partir de una “pertenencia exclusiva”. La alternativa más viable, tal y como afirma Martiniello (1998) es desarrollar modelos de identificación que sean válidos para todos, permitiendo una combinación de la identidad nacional y cultural con la nueva identidad supranacional, que debe ser abierta, flexible y dinámica. Bajo el punto de vista educativo, esta construcción identitaria exige una enseñanza basada en valores universales y desde una perspectiva intercultural e inclusiva. Estos principios y valores universales son, al cabo, los únicos que pueden proporcionar el tipo de identidad no excluyente e integradora que precisa la actual sociedad multicultural europea (Touraine, 1997), y no cabe duda de que deben también integrar los contenidos de una educación de dimensión europea que responda a los retos de la postmodernidad y la globalización.
Si la identidad europea no puede ser excluyente, el estatus de la ciudadanía europea le debe estar a la par. Existe, en este sentido, un calado debate relacionado con las nuevas formas de exclusión que introduce la ciudadanía de la Unión creada en Maastricht. La condición de ciudadano europeo, sujeta a la nacionalidad de un Estado miembro, ha dado lugar a tres categorías de individuos en la UE: los ciudadanos, los denominados “denizers” –residentes legales extranjeros- y los extranjeros. Enseñar una ciudadanía europea democrática y activa pasa, en primer lugar, por superar estas barreras de calado político y jurídico. ¿Cómo enseñar una ciudadanía europea desde una perspectiva inclusiva si legalmente no lo es?
No es la única incongruencia. Existen deficiencias en la propia definición de los derechos y obligaciones asociados a la ciudadanía europea que se recoge en los Tratados. Si bien los derechos aparecen perfectamente definidos, es también necesario delimitar las obligaciones en el ámbito transnacional, especialmente en una época en la que, como venimos observando, están desapareciendo conceptos vitales vinculados a la noción de ciudadanía como el sentido de deber cívico y político, las obligaciones sociales, o el compromiso solidario. No es de extrañar que, en una Europa construida más sobre la base de un apoyo y un discurso utilitario –en relación a los beneficios y los derechos que se obtienen- que sobre los afectos, los ideales y los deberes, la ciudadanía europea se haya entendido como un mero “servicio” (Wihtol de Wenden, 1998/1999: 22).
Acompañada del necesario esfuerzo político, atisbamos en la educación una dura tarea, pero también una gran oportunidad para proyectar una identidad que congenie con las necesidades de la construcción política y cultural de la Unión Europea y que, a la vez, encaje con valores propios de la nueva modernidad sin duda positivos, tales como el diálogo, la tolerancia y el pluralismo. La enseñanza de la ciudadanía europea puede y debe tener un enfoque que responda a nuevos problemas, responsabilidades y formas de solidaridad en el mundo globalizado. La ciudadanía europea del siglo XXI respondería así a los retos del diálogo intercultural, la protección del medio ambiente, la igualdad de oportunidades entre hombres y mujeres, la lucha contra la exclusión social y las desigualdades.
Las perspectivas curriculares de una educación ciudadana de dimensión europea son amplias, especialmente entendida como elemento interdisciplinar que recorre todo el currículo escolar. Está asociada a elementos cognitivos –para lograr un mayor conocimiento y comprensión, por ejemplo, de la historia de la integración, de las instituciones europeas, de las estructuras de organización social, política y económica en Europa, su dimensión multicultural, etc.-, así como a la preparación en un sistema de actitudes y valores que buscan desarrollar un sentimiento de pertenencia a la UE; todo ello propiciará las habilidades necesarias para participar en la toma de decisiones en el nivel europeo.
Se trata, en resumen, de una serie de conocimientos, actitudes y capacidades que configuran una competencia social y cívica necesaria para que los ciudadanos europeos afronten desde la perspectiva de una formación permanente los retos de la nueva Europa y de un mundo cada vez más interconectado (véase Parlamento Europeo & Consejo, 2006b).
La concepción de un aprendizaje a lo largo de toda la vida es clave en unas sociedades en constante transformación, e implica igualmente la idea de reconocer y revalorizar todos los contextos de aprendizaje, más allá del ámbito formal y curricular. En este sentido, la familia, como ámbito primario de socialización cívica y política, debe reivindicar su rol privilegiado, también desde una dimensión europea.

Familia, escuela y educación cívica. Las posibilidades de su dimensión europea

El aprendizaje de la ciudadanía activa debe ser, tal y como lo definió la Comisión hace ya más de una década, “un esfuerzo permanente en una variedad de contextos” (DGXXII, 1998); un aprendizaje a lo largo de toda la vida desarrollado también en situaciones de aprendizaje no formales e informales, especialmente vinculadas a la vida laboral, asociativa, la sociedad civil y, por supuesto, a la vida en familia. Se trata, por tanto, de incorporar elementos afectivos y pragmáticos difícilmente desarrollables desde la encorsetada perspectiva curricular. El concepto de “aprendizaje a lo ancho de la vida”, central, como venimos contando, en la estrategia educativa de la UE en tanto que “política del conocimiento”, está claramente conectado con la enseñanza cívica en el contexto familiar, y en otros ámbitos, contando con la propia participación de la familia.
Este “esfuerzo permanente” en pos de la educación cívica y democrática pasa, ineludiblemente, por lograr una mayor implicación de los padres en la organización de los propios centros educativos, así como por promover su participación, junto con sus hijos, en las actividades extracurriculares. Ya aludimos a esta necesaria democratización de la escuela, a través de la participación de padres y alumnos en su estructura y funcionamiento, como un factor clave para experimentar la democracia en el microcosmos escolar.
Pero, de forma más significativa, el hecho de conseguir acercar a los padres a la escuela será una innegable inversión en capital cívico. Para empezar, les convertirá en educadores más informados y, por tanto, preparados, para afrontar con éxito ese papel de “corresponsabilidad” que se les reclama para con la educación en valores y actitudes de sus hijos. Entrar en contacto con las actividades que se desarrollan en la escuela les ayudará a comprender mejor el desarrollo formativo de sus hijos y sus necesidades. Será también enriquecedor el hecho de entablar relaciones con otros padres, que se enfrentan a problemas similares en la educación de sus hijos. Todo ello no puede sino repercutir positivamente en la comprensión y la comunicación intergeneracional, además de entablar lazos asociativos –asociaciones de padres, etc.- a nivel local o del propio vecindario.
La cuestión que subyace a estas dinámicas no puede ser otra que la de posibilitar el diálogo y el entendimiento entre padres e hijos, así como regenerar el tejido de la cohesión social en una época caracterizada por la incomprensión, la incomunicación, y la disolución de los lazos afectivos y sociales. Restaurar, en definitiva, los vínculos de base en las relaciones humanas y cívicas: la familia, el vecindario y la comunidad local.
Desde una dimensión europea de la educación, conseguir que los padres compartan con sus hijos experiencias relacionadas con actividades en el marco, por ejemplo, de programas europeos, repercutirá no sólo en una mejora de la relación entre padres e hijos, sino también en una “europeización” de los padres que resulta muy necesaria para que Europa se conozca y se experimente también en casa. Sin embargo, parece que estamos ante un importante “talón de Aquiles” de la educación ciudadana de dimensión europea. Así queda reflejado, sin ir más lejos, en los informes de evaluación de la Agencia Nacional Sócrates (2003) sobre la implantación de este programa en nuestro país y que, en relación al impacto de la iniciativa Comenius (educación escolar), señalan la baja implicación de las familias, especialmente en el nivel de secundaria, debido a que existe un mayor distanciamiento entre el Centro y los padres si lo comparamos con los niveles de educación infantil y primaria.
El otro “talón de Aquiles”, ya lo hemos anunciado antes, reside en que las propias políticas europeas en el ámbito educativo están prestando, sobre el terreno, prácticamente toda la atención en promover la ciudadanía activa en las instituciones de educación formal, obviando a otras instituciones y contextos socializadores que juegan un rol igualmente importante: familia, amigos, comunidad y medios de comunicación. Encontramos aquí contradicciones manifiestas entre un discurso que pone especial énfasis en la educación informal y lo coloca al mismo nivel de impacto en la instrucción cívica que la educación formal, pero que sobre el terreno busca casi esencialmente su desarrollo a través del currículo, de métodos pedagógicos, de la formación del personal docente, de la vida civil en el aula, y de su gestión en el nivel escolar (Comisión de las Comunidades Europeas, 1997: 48-59; véase también ETGACE Project, 2003: 13).
Cabe esperar que se traslade también a la práctica esa filosofía que se recoge en los documentos de la política educativa europea, y que tiene en cuenta el papel de la familia para lograr un aprendizaje permanente más atractivo, así como la consideración de la participación de los padres en la gestión escolar como un ejemplo de buena práctica de cara a promover la ciudadanía activa (véase, por ejemplo, Consejo de la UE & Comisión Europea, 2002).
Sería igualmente deseable que, en su dimensión europea, la educación encaje no sólo en la estrategia del crecimiento económico y la empleabilidad, sino también en la misión de construir una ciudadanía europea activa y comprometida en la esfera transnacional. Incluso dentro de la estrategia de invertir en “capital humano”, no podemos obviar el papel que desempeña la familia en su creación, formando en actitudes y aptitudes que posibilitarán un mejor aprovechamiento de las oportunidades educativas y laborales.
Sólo si se suman todos los “valores”, el de la educación cívica, el de la familia, se podrá configurar una dimensión europea de la educación que atienda al espíritu con el que nació: mejorar la calidad y la competitividad de los sistemas educativos en Europa y, al mismo tiempo, impulsar la formación en valores y actitudes y la adquisición de competencias ligadas a la ciudadanía europea.

A modo de conclusión

La familia y la dimensión europea de la enseñanza son dos “valores añadidos” que no podemos dejar de aprovechar. La dimensión europea de la educación lleva implícitamente inscrita la búsqueda de una adscripción identitaria para con una serie de valores y principios que sintonizan con una actitud “europeísta”, así como con la adquisición de las competencias necesarias para ejercer una participación activa en el proyecto y en la sociedad transnacional.
Si obviamos el papel de la familia en la “europeización” de nuestros jóvenes estaremos desperdiciando su potencial afectivo para la socialización cívica y política. A su vez, si constreñimos la dimensión europea a los objetivos mercantilistas, tiramos por tierra la proyección universal de unos valores y actitudes asociados al proyecto europeo que, no sólo son necesarios para su éxito, sino que encajan a la perfección en el actual contexto globalizado y desterritorializado.
Familia, educación cívica y democrática, y ciudadanía europea son las tres caras de una misma moneda que se presenta, tal vez, como la única alternativa viable en las actuales sociedades postmodernas.



REFERENCIAS

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