viernes, 25 de septiembre de 2009

Método, riesgo y circunstancias comunicativas

El camino es importante, pero no siempre lo sabemos y lo valoramos. Las circunstancias también son relevantes, pero no caemos a menudo en la cuenta de lo que son, de por qué lo son. Queremos los resultados ya, antes de empezar, aunque el proceso tenga sus fases, aunque se hayan producido despistes que nos hayan llevado a demoras inútiles. Es el tiempo que nos ha tocado vivir. Incluso nos dicen que es el ritmo de la vida, el ciclo que nos envuelve y que caracteriza nuestra forma de caminar por el universo de las cosas. Así es. Marchamos con una premura tal que andamos siempre en pos de un descanso o relajación que nos invite a analizar lo que ocurre en el entorno. Deseamos constantemente que llegue ese período de vacaciones, de libranzas o sencillamente de fin de semana, o cuando menos esas horas en las que no hacemos las cosas por obligación, sino más bien por devoción. Es como dar, si llega, si aparece en tiempo y forma, con un peldaño donde guarecernos y tomar un poco de aire, el suficiente para seguir adelante, pues no se puede parar. Se nota esa persecución permanente, sobre todo cuando la efectuamos de una guisa brillante y hasta azogada, cuando saboreamos lo que hacemos, llegado el momento anhelado, como también se advierte cuando no somos capaces de deleitarnos con lo que llevamos a cabo durante muchos días de nuestras vidas. Esa última imagen es un tanto patética.

Vamos en pos de una gloria que tiene sabor a quehaceres que no se han de atender por compromiso, excepto ése que surge de nuestro interior, que es el más válido y potente, el que nos gusta de verdad. Nos apresuramos para llegar a él, pero suelen pasar muchos años sin que demos con la meta apetecida. Es una pena, puesto que el tiempo no vuelve. En algo fallamos, y entendemos que somos demasiados los que protagonizamos ciertos equívocos.

La vida es curiosa. La experimentamos esperando oportunidades que pasan, y eso, entiendo, no vale. No hay repeticiones, no de verdad, pues nunca pasamos dos veces por el mismo sitio y con un idéntico cronos. Quizá falla la comunicación en general, y también la propia, esto es, con nosotros mismos, la que deberíamos consumir de modo particular. Las medidas han de servir para algo.

Ciertamente, suceden los milagros. Llegan esos instantes para respirar, o para analizar quedamente lo que ocurre, y puede que, entonces, nos enzarcemos en atrasos o adelantos que nos nublen la vista ante la necesidad de ponderar, de equilibrar, o de hacer ese alto que nos invite a considerar con perspectiva lo que hacemos, lo que pensamos, lo que acontece, lo que otros realizan… Siempre falta tiempo, para lo urgente, claro, y, asimismo, para lo importante, que es aún peor.

Señalamos reiteradamente andares que nos formulan impaciencias por llegar a espacios para la calma, y éstos también son aprovechados para decir y hacer. Las dudas se convierten en métodos, y estos chocan con la falta de actividad comunicativa, que puede convertirse en un antídoto real. Lo mejor es mirar hacia delante, al futuro, y pensar que cualquier momento estelar está por aparecer. Admitamos algunos equívocos también y cojamos las mieles de los años. Quedan muchos amaneceres por vivir, y eso nos debe llenar de ilusión, de una gran ilusión. Apostemos por el riesgo en lo que, comunicativamente hablando, está por suceder. Las impaciencias no son buenas acompañantes. Procuremos estar en el término medio de las circunstancias que precisamos. Lo agradeceremos. Ponernos en camino es ya un éxito, y la voluntad de recorrerlo lo es aún más.

Juan TOMÁS FRUTOS.

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