Buscamos a menudo razones, cuestiones objetivas, que
expliquen por qué suceden unas cosas u otras. La mayoría de las veces no
sabemos el motivo. Al principio nos inquietan los vacíos, una vez ocurre algo
inesperado o que no aceptamos, pero esa zozobra pasa, y luego queda únicamente una
especie de pseudo-olvido. La vida es así, y puede que sea bueno que se presente
de esta guisa.
Lo inexplicable nos rodea. Es evidente. Hay acciones
nobles que acontecen afortunadamente a pesar de la locura que nos inunda.
Existen, asimismo, omisiones que nos intranquilizan, sobre todo por repetidas.
Afrontamos milagros, por inexplicables, en lo cotidiano, y, lo que es peor, nos
quedamos en profundas soledades, que son auténticas simas, cuando se nos van
personas excepcionales de las que aprendimos mucho en lo profesional, y mucho
más en lo humano.
“Los vivos”, como decía Goya, “nos quedamos solos”,
y, fundamentalmente, perplejos por la realidad incomprendida. ¡Somos tan
fuertes y tan débiles al mismo tiempo! La realidad que nos circunda, por
sencillamente deshilvanada, nos deja destellos fugaces de lo que deberíamos
hacer, pero ciertamente no es fácil que podamos afrontar los avatares de la
existencia cuando viene con mazazos que, por mucho que nos los expliquen, son
lo que son: ni por asomo tienen una base conceptual asumible.
Nunca he entendido por qué no se quedan más tiempo a
nuestro lado los buenos, “los buenos buenos”, los que nos aportan sus
personalidades desde su bondad interna y desde su brillo y capacidad fuera de
toda duda. No hay palabras que expliquen o justifiquen ausencias de este tipo,
que, no obstante, se producen. Ya es difícil hallarlas (las explicaciones) para
otras carencias.
Vidas únicas
El tiempo es traicionero. Los recuerdos nos escuecen
demasiado. Sin verlos, a los que se han ido, pese a todo, los advertimos
alrededor, y nos decimos por qué no les dedicamos, en su día, más tiempo. Los
meses, sin embargo, nos harán recordar los buenos instantes, sin que éstos
ardan tanto. Como experimentamos de vez en cuando, al principio de la marcha,
andamos con el luto y el impacto por la derrota que, sin saberlo, estaba
largamente anunciada.
El transcurrir existencial hace que muchos barcos
queden hundidos para siempre. Los rememoramos porque representaron vidas únicas.
Permanecen, por fortuna, sus capacidades, sus aspectos externos más o menos
hermosos, sus leyendas, los eventos en los que reímos, aquellos otros con los
que lloramos. La vida humana está repleta de consideraciones y de ocurrencias,
de hechos y de perfiles indelebles; y todos nos acompañan en nuestro día a día,
con las gentes que nos encontramos y que conocemos más o menos. La mella que se
produce cuando una parte del camino nos queda descolgada es enorme, y el peso que
sufrimos también.
Ahora, de nuevo ha vuelto a ocurrir. Ha sucedido.
Uno de los mejores, Antonio, se ha marchado. Lo ha hecho rápidamente. No le
gustaba perder el tiempo, pero, en su caso, entiendo que los hados nos podían
haber concedido más trecho junto a él. Como hemos podido constatar, no ha
podido ser. Por suerte, gozaremos eternamente de su sonrisa pícara, de su
inmenso saber, de sus tertulias, de sus conocimientos, de sus deseos y
quehaceres, de sus tareas, de su sabor a gran persona, de su ejemplo de vida y de
buen tipo… ¡Hasta siempre!
Juan
TOMÁS FRUTOS.

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