jueves, 26 de junio de 2008
Una buena condena
Eres madre, una criatura preciosa. Me alegro de verte. Cruzo mi mirada con tus trastornos, que ya comienzan a romperte en millones de pedazos de dura soledad. Corres como una loca, como una gacela aterrorizada. Sé, sobre todo cuando no hablas, a qué te refieres. Te has asomado, y te han dado fuerte, sin contemplaciones. Te buscan, y ni tú te encuentras. Lloras de impotencia. Pides perdón desde tus fantasías, desde el rigor de la serenidad que se pierde entre la multitud. Corres peligro. Casi te atropellan. No lo admites, y eso te coloca en una posición delicada. Me gustaría que te cogieras de mi brazo. No eres mala: tratas de aparentarlo. Llevas una pulsera invisible que te ata al consumo. Me enamoras por tu generosidad. No sé como te llamas, pero es igual: lo importante no es tu nombre sino como lo llevas, que es con mucha honra y honor. Te prefiero con el gusto subido, con los labios mordientes, con la sensación de una fresca juventud. Eres de estatura mediana, de ojos bonitos, de cabello lacio, de contornos sensuales, de ingresos altivos, de claridad meridiana, de letra con flores, de uñas afiladas, de piernas que atrapan, de palabras que curan… Me encantaría implantarme en tu cuerpo para viajar a través de tu mente, que se niega a las evidencias. Tu piel es una suavidad modélica. Hemos esperado mucho para dar el uno con el otro. Hemos muerto en la guarida del oso que pasa cientos de inviernos como si fueran solo uno. Te has convertido en mi maestra. Has lavado mi cerebro para convertirme en un hombre nuevo. La distancia es más corta: me aproximo a tus dedos para enredarme en ellos. Te hago caso, todo el caso del universo, para juntarme con tus experiencias y mimos. Los dos sabemos antes que el otro lo que deseamos, y eso es buena señal. Hacemos un dibujo que nos proporciona calor. Hemos reformado tanto que ya estamos condenados a una existencia irreal. Te quiero sin fines ni persecuciones.
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