Ese día, Pedro se levantó de golpe, en un santiamén, sin pereza, corriendo. Ana, su madre, se sorprendió. Estaba acostumbrada a un hijo apegado a la cama y a hacerse el remolón cuando se trataba de empezar la jornada.
Ella le preguntó qué le pasaba esa mañana. Pedro le dijo, algo inquieto pero entusiasmado, que había tenido un sueño.
-Esta jornada, mami, presiento que me pasará algo especial.
Su madre entendió que alguna travesura le ocultaba el niño, pero, indudablemente, pensó que se trataba de “cosas de chicos”, como siempre solía repetir.
Pedro se vistió, desayunó, comprobó que tenía todo en orden en su mochila, y se encaminó, como todos los días, hacia el colegio. Pero no fue como todos los días…
En esta ocasión decidió no coger el autobús, que diariamente le llevaba a la escuela. Tenía tiempo, y, como no estaba muy lejos, podía ir andando. Sus compañeros, al verle caminar, se sorprendieron. Le preguntaron qué le ocurría, pero Pedro, ensimismado, no respondió, y siguió caminando solo hasta que se perdió dos calles más abajo.
“Al fin -se dijo- estoy solo. Ahora debo buscar la cueva”. Entonces se detuvo y le asaltó la primera duda: “¿Dónde encuentro yo una cueva en la ciudad?”
Pedro sabía que debía tener los ojos bien abiertos. Su corazón estaba a la escucha, pendiente, abierto como un libro en plenos exámenes, como le había dicho una voz en su sueño. Esa voz, amigo lector y amiga lectora, una y otra vez volvía a su mente. En todo caso, era tanta su ansiedad que hizo un alto y decidió resumirse interiormente todo lo que le había sucedido.
“Sí -se repetía-, ha sido un sueño, o algo así…”
La noche había sido muy extraña. Se había acostado temprano, sobre las diez, más o menos. Aunque le había costado conciliar el sueño, finalmente se había quedado profundamente dormido, o, al menos, eso le había parecido.
El caso es que Pedro soñó que al día siguiente no iba a la escuela. Sin pararse a meditar el motivo, se vio delante de un pequeño portoncito que le introdujo en una cueva de entrada minúscula, acomodada a su cuerpo. Después de unos largos pasillos medio iluminados y muy bajitos, llegó hasta una sala donde se hallaba una bella niña.
Los recuerdos de este sorprendente sueño se iban y venían como relámpagos, pero Pedro tenía claro que la niña era presa de algo así como un encanto. Al parecer, un brujo venido de tierras heladas del norte la había hechizado, y sólo el beso de otro ser humano inocente y bueno podría sacarla de esa situación tan apurada. Lo malo es que ahí se agotó el sueño. Eran las ocho menos cuarto de la mañana, y su madre, como siempre, le despertó. Fue esa la razón por la que se levantó de manera tan trepidante, como alma que lleva el diablo, con el deseo de averiguar qué pasaba con aquella niña.
Pedro estaba obsesionado. Le parecía muy real. Estaba convencido de que la niña existía. Sentía que se hallaba en algún rincón oscuro de la ciudad, pero la pregunta que le asaltaba una y otra vez era: ¿Dónde?
Andaba soñando despierto cuando, de manera inesperada, oyó una voz que le decía: “Pedro, ¡primero hay que encontrar la piedra, la Piedra Mágica!”. Un poco asustado, miró en todos los sentidos; y siguió caminando como si no hubiera pasado nada, como si se tratase de un espejismo al que le había conducido su estado ansioso.
Sin embargo, la voz melodiosa se escuchó de nuevo: “Pedro, ¡debes buscar primero la Piedra Mágica! Ella te llevará a la cueva. Ésa es la clave”. Fue entonces cuando, con gran asombro, detectó de dónde provenía el sonido, y, tras mirar hacia sus pies, frotándose los ojos, advirtió la presencia de un minúsculo ratoncito que merodeaba por el suelo de manera inquieta. “¡No puede ser!”, se dijo, e intentó seguir hacia delante.
- ¡Alto!, no sigas, que soy yo, ¿no me ves aquí abajo? Soy pequeño, pero no tanto. Anda, tómame en tu mano y no tengas miedo. Estoy aquí para ayudarte.
Sin duda, se trataba del pequeño ratón. ¡Sí, hablaba! Pero, ¿cómo es que hablaba? ¿Cómo es que le podía entender? ¿Acaso seguía soñando? Como medida para comprobar que no era un nuevo sueño o una situación fruto de su imaginación, Pedro se tocó el brazo, se palpó la cara, hizo un ademán de pellizcarse y, de nuevo, se fijó en el minúsculo animalillo que, con un tono algo más severo todavía, se dirigía a él.
- Sí, ya sé que los humanos pensáis que únicamente vosotros podéis hablar, que sólo a vosotros se os ha otorgado tal capacidad o privilegio. Sois unos engreídos, unos vanidosos. Además, pensáis que tan sólo vosotros tenéis la facultad de soñar. Ya verás que no. Esta noche yo también he tenido un sueño, y mucho me temo que ha sido el mismo que el tuyo. Creo que tenemos que encontrar una cueva. Por suerte, yo lo he completado, no como tú, y sé lo que tenemos que realizar para tener éxito. Afortunadamente no tengo una madre que me despierte en lo mejor de una fantasía, aunque, a decir verdad, me gustaría que todas las mañanas mi madre me llamase, me ayudara a arreglarme y me sirviera el desayuno…
Fue en ese instante cuando aquel peculiar ratoncito se puso melancólico y un poco triste.
- Bueno -prosiguió-, pero no estoy aquí para hablar de eso, sino para que estudiemos cómo salvar a la niña de nuestro sueño. Por cierto, me llamo Raúl.
-Y yo Pedro, y no entiendo nada de lo que está pasando, sobre todo no sé cómo has podido averiguar tanto sobre mi, ¡y más aún de mis sueños! Debería estar en la escuela, en clase de matemáticas, aunque la verdad es que no estaría disfrutando tanto.
- A ver, Pedrito de mi vida, tú has tenido un sueño, bueno, un sueño a medias, en el que has visto a una niña que está encerrada en una cueva y a la que debemos liberar. Lógicamente hay que encontrar ese lugar, pero antes debemos dar con una Piedra Mágica que nos salvará de los imprevistos que puedan surgir, del malvado brujo que ha hecho este entuerto, y que nos procurará toda la ayuda necesaria para conseguir nuestro objetivo. Sé que no lo comprendes del todo, y por eso estoy aquí. Te echaré una mano con tu propósito, y verás como esta aventura sale a la perfección.
-¡Espero que así sea! Cuando mi madre se entere de que no he ido al colegio, me va a castigar. Seguro.
Mientras caminaban, Raúl le contó a Pedro que la piedra la podrían encontrar en el sitio donde se hallase la persona más rica de la ciudad. Lo cierto es que dar, en unas pocas horas, con el más adinerado no era tarea fácil. ¿Cómo conocer quién era el hombre o la mujer más rica? Había visto en su corta existencia a muchas personas, algunas con muchos coches, con grandes y opulentas casas, con joyas, con mucho dinero, pero era realmente complicado averiguar quién era la que más poseía.
Anduvieron preguntando por todas partes. Entraron en bancos, en negocios familiares, en grandes empresas… Estuvieron en todos los rincones de la ciudad. Incluso preguntaron al alcalde, que se quedó perplejo por semejante cuestión. No entendían cómo un niño con su ratón iba de un lado para otro preguntando por la persona con más dinero de la villa. Todos decían conocer a alguien más rico, y muchos los tomaron por locos y no quisieron ni contestar. Al final de la mañana, estaban exhaustos. No habían obtenido nada más que un par de nombres al azar, lo cual no les era de suficiente utilidad.
Habían pasado varias horas y ya estaban muy desmoralizados, cuando, de pronto, oyeron a un viejecito que llamaba a las palomas para darles de comer migas de pan. Se encontraban en el centro de la ciudad, en el parque, rodeados de flores, de árboles y de pajaritos. Raúl y Pedro, como ausentes en sus pensamientos, optaron por acercarse al buen señor, que tenía aspecto de vagabundo. Éste, al principio, se sorprendió por la presencia de ambos. No les había visto venir, y, de repente, les contempló a su lado. Se mostró por ello receloso. Parecía no tener ganas de conversar.
Pedro, con Raúl sobre su mano muy atento, le preguntó qué hacía. El señor les dijo que compartiendo su pan con las palomas. Según les contó, todos los días lo hacía. Comenzó a narrarles algunas peripecias de su vida. Recordaba que había sido una persona muy poderosa y avara, y que, por ese motivo, había perdido a toda su familia: algunos habían muerto de tristeza y otros se habían ido a lugares remotos. Un buen día, según confesó, sintió la necesidad de dejarlo todo y de marcharse a recorrer mundo, y así lo hizo. Hacía unos tres meses que había llegado a aquella ciudad y había decidido permanecer en ella un tiempo mayor del acostumbrado por la belleza del paraje y por la bondad de sus gentes. Se había construido una pequeña cabaña entre cuatro olivos y allí pasaba las noches. Les indicó, durante la conversación, por dónde quedaba su cobijo.
El viejecito se llamaba Nicolás. De sus días de gloria, conservaba tan sólo un presente que le había hecho su abuelo muchos años atrás. Era una piedra azul, de unos tres centímetros de diámetro, completamente redonda, brillante, con una aureola o luz especial. Su abuelo le había dicho que era mágica, que con ella podría tener éxito y felicidad. Nunca experimentó su utilidad, pero decidió conservarla a la largo del tiempo porque le trasladaba a los años en los que tenía de todo y era muy dichoso junto a su familia, según decía con lágrimas en los ojos. Aquélla, se repetía, había sido una etapa en la que albergó una cierta esperanza.
- ¡Vaya! -dijo Raúl gritando de emoción- ¡Es la Piedra Mágica!
Nicolás se asustó. Nunca pensó que un ratón fuera capaz de hablar. Quizá estaba delirando porque llevaba unos días algo constipado. Pensó que le había vuelto la fiebre. Ante la cara de sorpresa, Pedro intentó tranquilizarlo.
- No te preocupes. Es Raúl. Sí, habla, le puedes escuchar. Estate tranquilo. Parece que sólo las personas bondadosas pueden entender a los ratones, así que tú lo eres. Además, él me ha contado que no son los únicos animalitos que tienen el don de hablar.
Raúl, moviendo su nariz menuda y su colita de ratón interesante, les contó que la piedra tenía poderes y que podría librarles de cualquier contratiempo. Les aseguró que, cuando llegara el momento, les demostraría que estaba en lo cierto. Ahora lo que quedaba era encontrar la cueva que les llevaría a ese mundo desconocido donde estaba atrapada la niña de sus sueños.
Pedro contó entonces a Nicolás el objetivo que les movía ese día y, aunque a éste le pareció una historia increíble, la aceptó sin más dilaciones ni preguntas, y se sumó a la expedición con el propósito inexcusable de dar con la cueva.
Los tres se pusieron a pensar dónde podría estar la entrada. No era una tarea sencilla. Tendrían que ser muy listos y no perder ni un solo detalle para comenzar a resolver los enigmas que les iba a deparar la búsqueda. La puerta podría estar debajo de ellos y que no la vieran, puesto que lo lógico es que estuviera tapada de algún modo. Por las historias que habían oído de cuevas, de ladrones o de tesoros ocultos, se suponía que en la puerta siempre había un guardián o algo similar. “Claro”, se repetían, “los tiempos han cambiado, y ahora, probablemente, el puesto de vigilante no exista o no se vea de igual manera”.
Pedro repasó todos y cada uno de los lugares que conocía. De pronto sus ojos echaron chispas. “En uno de los jardines de la ciudad, en uno de los barrios más antiguos, quizá el que más, está la estatua de un marino que fue famoso siglos atrás. Seguro que en su pedestal hay alguna puerta o entrada”, pensó, aunque era consciente de que se trataba de una idea casi desesperada. Sin darse cuenta, Pedro estaba dejándose llevar por la intuición. Hasta ese momento, hasta esa mañana en la que despertó a mitad de un sueño, todo eran rutinas y monotonías. Algo, un impulso indefinible, le llevaba por otros derroteros, y él se dejaba transportar.
Nicolás cerró su cabaña, y los tres se encaminaron al jardín donde el marinero desconocido había estado durante años y años. Sin saber el motivo, el entusiasmo por lo que podría ocurrir les invadía y sentían una plenitud que se notaba en sus caras sonrientes y en sus piernas, que corrían como si se tratase de una competición deportiva. En muy poco tiempo, y sin apenas darse cuenta, se habían convertido en un inseparable equipo de tres.
El jardín no estaba muy lejos, por lo que llegaron en unos minutos. De repente ya estaban frente a la estatua. De una manera inconsciente comenzaron a buscar un orificio, un agujero, una puerta, lo que fuera… Media hora después, nada: seguían igual. Una hora más tarde, tampoco habían dado con la anhelada entrada de la cueva. Se sintieron desfallecer. No habían tenido éxito. “Era -se dijeron los tres- un sueño, tan sólo un sueño que les había convencido de un proyecto común, quizá ridículo”. Lloraban incluso de impotencia.
Cansados, se sentaron ante la estatua. Estaba envejecida, rota por el paso del tiempo, por la lluvia, por el calor, por la dejadez, probablemente por la tristeza…
-¿Triste, está triste? -preguntó Pedro.
- Sí, está como llorando, como lleno de una profunda soledad -corearon los otros dos.
Fue entonces cuando se fijaron en su pecho. A la altura del corazón había una flor que se había secado. Ésta se hallaba dentro del bolsillo superior de un traje que seguramente lució el marinero en su época de esplendor. Sin pensarlo dos veces, Pedro cogió una rosa del jardín, la frotó con la piedra mágica, y la colocó en sustitución de la vieja. De pronto, una sonrisa recorrió la faz de la estatua, que se giró 90 grados hacia la izquierda, lo que provocó la apertura de una puerta secreta que estaba oculta bajo la maleza.
-¡La entrada de la cueva! -gritaron todos. La habían tenido en todo momento en sus propias narices. Uno a uno se fueron introduciendo en ese habitáculo que, por oscuro, les daba bastante pavor. Raúl, una vez dentro, señaló hacia arriba y Pedro advirtió que había una antorcha. Buscó entre los bolsillos de su pantalón y halló unas cerillas que llevaba para un experimento de la clase de Tecnología. Pensó que para algo le habían servido finalmente esos fósforos. La antorcha les sirvió de lámpara y de guía. La aventura continuaba.
Recorrieron lentamente un pasillo estrecho y sinuoso. Entre tanto, advirtieron que la piedra de Nicolás adquiría una especie de resplandor, ofreciendo una luz poderosa con todos los colores del arco iris.
Todo estaba muy oscuro. Al final del pasillo se oía una especie de cascada de agua. Debía de estar cerca: se notaba la humedad cada vez más. Finalmente, los tres aparecieron en una estancia dorada, llena de joyas y de oro, donde se encontraba la niña que Pedro había visto en sus sueños. Ésta pareció no sorprenderse: se quedó como muda. Las caras de asombro de los tres, especialmente la de Pedro, retrasaron la reacción de la niña durante algunos segundos. Enseguida sonrió y mostró curiosidad y alegría.
- Os he estado esperando durante años. Sufro un maleficio del que sólo me podrá sacar una persona de buen corazón. Un ser maligno me condenó a estar aquí, en esta caverna, separándome de mi hermano.
- ¿Cómo te podemos sacar de aquí? -preguntaron al unísono Pedro, Raúl y Nicolás.
- Debéis contestar a una pregunta, y, por desgracia, sólo cabe una respuesta. Si ésta es equivocada, permaneceréis conmigo y con todos los que os precedieron -subrayó la niña señalando los alrededores de aquel sitio, repleto de estatuas de aventureros que durante décadas intentaron romper el hechizo.
- ¿Cuál es la pregunta? -gritaron horrorizados.
- ¿Quién te quiere más a lo largo de tu vida, quién no te falla nunca, quién te regala esperanza, quién está siempre contigo?
Contemplando la Piedra Mágica que horas antes le había dejado Nicolás, Pedro lo vio muy claro. Esa pregunta la había oído durante años, y durante años había dicho lo mismo.
- Una madre -contestó Pedro, sonriente.
Fue pronunciar esas palabras, y una luz inundó la sala. Las personas que permanecían como estatuas de piedra cobraron vida y comenzaron a abrazarse. El hechizo había sido vencido totalmente, o eso parecía…
La niña permanecía inmóvil. Había algo que no había contado. Una persona de buen corazón debía darle personalmente una piedra con poderes, una piedra conocida legendariamente, sencilla, pero con una luz especial, como mágica; y, además, debía entregársela con un beso. Esta segunda parte, se dijeron, era muy sencilla, pero, claro, como ocurre en estos casos, había un pequeño truco. Si la persona que hiciera entrega de la piedra del conocimiento no era bondadosa, solidaria, transparente, buena en definitiva, el encanto se haría más fuerte, y todos permanecerían como estatuas de sal durante mil años.
Raúl y Nicolás miraron a Pedro, y éste se armó de valor. Era su destino, y debía cumplirlo. Se acercó a la niña, le dio la piedra y… la besó. La luz, a partir de ese momento, fue aún mayor, y la niña recuperó el movimiento. El amor había superado a los malos augurios.
Fue entonces cuando contemplaron dónde estaban. Comprendieron que en aquel lugar había un gran tesoro, seguramente de valor incalculable, fruto de los saqueos del malvado brujo que había encerrado allí a la niña. Con él, seguramente, podrían vivir felices durante toda la vida, ellos y sus familiares.
Guiados por una pequeña estrella, que fue dejando una estela por todo el pasillo que anteriormente habían recorrido a oscuras, los cuatro salieron a la calle. La niña, al ver la estatua del marinero, se precipitó hacia él y lo besó. Instantáneamente, el chico adquirió vida y ambos se estrecharon en un abrazo profundo. Después, la niña se dirigió a ellos y les dijo:
- Soy Sabrina, y éste es mi hermano, Asdrúbal. Los dos fuimos condenados por la que pensamos que era mi hada madrina. En realidad, era un brujo malvado que no quiso que compartiéramos felicidad y riqueza. A mí me encerró en esta cueva de la que acabamos de salir, y a él lo castigó a vivir como una estatua. Hemos estado así, separados, durante cien años, pero, al fin, estamos juntos, y todo gracias a vosotros. ¡No sé cómo podré recompensaros!
Pedro les contó que había tenido un sueño y que, caminando hacia ninguna parte para tratar de hacerlo realidad, se había encontrado a Raúl y a Nicolás, quienes tomaron la decisión de compartir esta aventura para deshacer el entuerto del pésimo brujo. Mientras daba estas explicaciones, el ratoncito y el viejo se convirtieron en dos hombretones de aspecto formidable y con atuendo también de marinero. Los dos contaron que habían sido víctimas también del hechizo del hado malo, por su oposición a sus artes oscuras.
- Te hemos estado esperando mucho tiempo, Pedro. Sabíamos que, antes o después, aparecerías. Cuando supimos de alguien de tan buen corazón, te mandamos todo tipo de mensajes. El último te llegó, como sabes, en forma de sueño.
La Piedra Mágica había sido conservada durante un siglo por Nicolás como ejemplo de que el amor sobrevive y de que, convenientemente abonado, permite superar todas las barreras. Nuestros protagonistas llegaron a la decisión de que, para que todos pudieran disfrutarla, cada año la tuviera uno de ellos, que la utilizaron para el bien propio y el de sus vecinos. En adelante, todo cuanto pidieron a la Piedra Mágica, como eran personas de buen corazón, les fue concedido.
Ahora Pedro sí entendía por qué siempre había sido tan soñador: desde que tenía uso de razón había imaginado historias de damiselas en peligro, de princesitas, de piratas, de tesoros, en las que siempre ayudaba a los más desvalidos. ¡Qué bien! ¡Su sueño se había cumplido!
En los años siguientes, Pedro fue un niño feliz que creció y se convirtió en un gran muchacho. Pero eso, claro está..., es ya otra historia.
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)

No hay comentarios:
Publicar un comentario