Uno de los
personajes que más han marcado el siglo
XX es, a mi juicio, Ana Frank.
Seguro que han leído, o han oído hablar, de su famoso Diario. Tuvo más escritos, pero éste fue el que le colocó en la
cima de una fama mundial que seguramente ella no habría querido a priori, dadas
las circunstancias que provocaron ese texto.
Fue una joven
judía en plena Segunda Guerra Mundial.
Sus padres perdieron todo en la Alemania nazi, incluso las vidas. Fue igualmente
el caso de sus descendientes, con excepción de Otto, encargado de dar a conocer los escritos de su hermana, Ana.
Probablemente
este Diario gana actualidad hoy en
día. Son reflexiones, entonces como ahora, sobre un universo injusto, lleno de calamidades,
de muerte, de hambre, de ignominia… La guerra es el telón de fondo. Decimos que
es rabiosamente contemporáneo porque no solo hay 30 pugnas en marcha en todo el
globo terráqueo, sino también porque los conflictos a los que nos enfrentamos
son de diversa índole, siempre golpeando sin razón, y en todo instante se
introducen sin compasión alguna por los más débiles.
Vivió con su
familia escondida en la Casa de Atrás,
que puede visitarse décadas más tarde, y donde intentaron continuar pese a la
invasión alemana de los Países Bajos.
Detenidos tras dos años en ese lugar fueron mandados, todos, a campos de
concentración, donde mostraron valentía y resiliencia. No se vinieron abajo,
pero las condiciones eran tan duras que resultó imposible avanzar, salvo la
excepción, como decimos, de Otto.
Perdieron
propiedades, su estilo de vida, tuvieron que mal existir hasta que cayeron. En
el caso de Ana y de su hermana Marga
fallecieron por fiebres tifoideas. Constataron que eran muy intuitivas y sabias.
Fue tremendo lo
que padeció, lo que experimentó. No obstante, tuvo fuerza de voluntad para
sobreponerse al pánico y a la sinrazón. Frank, que entonces estaba en un
continuo riesgo, aguantó lo que pudo y como pudo. Fue contando sus
acontecimientos como una forma de potencia singular en la búsqueda de salir
adelante pese a todo.
Me identifico
con ella por su deseo de ser notaria de lo que acontecía. Le gustaba la
literatura, le encantaba leer, le complacía relatar, y todo ello con una dosis
documental extraordinaria. Tenía alma y vocación de periodista. Igualmente le
entusiasmaba el mundo infantil, como prueba el hecho de que durante su tiempo
en el escondite de la Casa de Atrás
confeccionó varios cuentos. Este aspecto es menos conocido.
Un ejemplo de vida
Frank se movió en la clandestinidad procurando que la maldad nazi no
pudiera ni con ella ni con su familia. Fueron fuertes todos en una coyuntura de
dolor y de pena.
Traemos con cierta lógica toda esta docencia al siglo XXI. Asediados hoy en día por
controles, enfrentamientos, carencias, entre los diferentes mundos que
gestamos, donde la economía también tiende sus tentáculos y tratamos al dispar
con distanciamiento y escarnio, no es malo que advirtamos recurrentemente los
ratos de injusticia, de soledad, de incomprensión que las minorías sufrieron a
manos de quienes golpearon la paz social con argumentos de brutalidad y de
supremacía.
Recordemos. Los seres humanos somos iguales, y lo
somos en respeto, en dignidad, en aprecio, en amistad. Este aserto nos lo
rememora constantemente una reclusa que estuvo en Auschwitz y en
Bergen-Belsen, donde finalmente muere.
Da miedo
pensar que seamos protagonistas de tantas atrocidades como especie. Rompemos,
hacemos añicos, sin contemplación. Obligamos a que las personas pierdan todo, a
que se escondan, a que no tengan ni un ahora ni un porvenir. Las ideologías
extremas han hecho demasiado daño. Esta enseñanza es palpable en ese Diario mencionado que despierta
conciencias.
La
discriminación, el racismo, el miedo al otro, al que no subrayamos como
nosotros, el odio incluso, están a la orden de unos días que se vuelven aciagos
en cuanto asoman las crisis, como sucedió asimismo tiempo atrás. Conocer
nuestra historia nos hace más responsables, nos alecciona, para no repetirla, o
bien para intentar que no vuelva a desarrollarse. Ana Frank tuvo que huir con su familia de Alemania, presa de la
negatividad, a los Países Bajos, que
posteriormente fueron tomados por los germanos y sometidos a su misma fatal óptica.
Como se vislumbró desde sus prolegómenos, el nazismo sólo perseguía un imperio
de sangre y pesar.
Con los ojos
de una niña-adolescente nos glosa lo que nunca debió acontecer, lo
incomprensible. Es un ejemplo de lo que sufrió el pueblo judío, de lo que
padecieron colectivos diezmados por sus creencias religiosas o por sus visiones
culturales, como fue el caso, en paralelo, de los gitanos.
Es un texto,
por lo tanto, para leer, para releer, por su estilo directo, por sus vivencias,
por su carácter cercano a lo que nos ahogó en aquellos años, por su verdad, por
la estima a la familia, a los ancestros, a lo que portamos en el interior como
sello de una identidad excepcional.
Ana no murió, ciertamente, tras tanta
desazón. Resurgió de las de cenizas de la crueldad para estar en los corazones
de una mayoría de la población que, si algo debe aprender de todo lo referido,
es que el silencio jamás es rentable. ¡Por favor, que nadie se deba esconder jamás!
Juan
TOMÁS FRUTOS.
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