Hay quien espera
milagros como prueba de que el mundo se justifica con compensaciones rápidas y
bondadosas, visiblemente reparadoras de necesidades, de carencias o de
tropiezos. Los hay que también los desean con constancia, con recurrencia, a ser
posible todos los días. El ansia, en estos casos, nos supera, nos sobrelleva,
nos puede. Es claro que así no se advierten.
Por pedir, dicen
algunos, que no quede. Y reclaman más, incluso pensando en que tenemos más
derechos que otros. Éste es un problema de la sociedad moderna, que se rompe en
mil pedazos en pos de conquistas de las que, indudablemente, podemos
prescindir. Después de todo pensamos que bregamos para obtener una evolución
estrictamente positiva. Luego, con el tiempo, te das cuenta de que esa
perfección ni existe, ni es buena tampoco. Las rachas supremas nos colocan en
un riesgo real de entontecimiento. Podemos meditar en el sentido de que nos
debemos, o nos deben, determinadas cuotas de bienestar cuando en realidad no
hemos de demandar más que el resto.
Buena parte de
estas crisis nuestras que se solapan tienen que ver con la saturación en el
crecimiento. Dice mi amiga Joaquina S. que “el hambre que no tiene hartura no
es hambre pura”, y, además, me recuerda que el refranero español, por suerte,
apenas falla. Divisamos que la sobreproducción, la sobreexplotación y las expectativas
inmensas nos colocan en un peldaño que se resquebraja y nos lanza a una sima
sin fondo.
Si contemplamos
en nuestro entorno constatamos mil puntos que justifican que los milagros, en
plural, en conjunto, para las mayorías, existen, aunque pequeñas y grandes cosas
se empeñan en hacernos escudriñar lo contrario, con hechos que nos doblan la
espina dorsal por las injusticias que suponen. Las contradicciones del sistema
son evidentes, porque también las tenemos nosotros. No siempre nos ponemos de
acuerdo con las interioridades, por lo que es verdaderamente milagroso que cultivemos
el pacto en lo global. Sin embargo, el hecho es que la tolerancia y la
paciencia dominan, no obstante, en ocasiones sugerentemente imponentes.
Oteemos. Cuando
hay salud tenemos un milagro al lado, como también lo hay cuando podemos
disfrutar de las familias que nos aman, cuando nos estimamos de verdad, cuando
llegamos a final de mes, cuando nos deleitamos de la belleza de la mañana,
cuando escuchamos el cantar de las aves y las risas de los niños, cuando nos
paseamos con un bocata de queso, cuando nos tomamos un zumo con una persona
divertida, cuando admiramos, cuando nos escuchan, cuando resolvemos, cuando
viajamos, cuando hablamos con los padres, cuando estudiamos lo que nos gusta o
cuando trabajamos en lo que nos permite el placer conveniente, sin olvidar los
casos en los que experimentamos tantas cosas que nos hacen sonreír o ser en el
equilibrio… En esos momentos, el destino nos reporta milagros sucesivos que,
quizá por tenerlos sin complejidad, no nos parecen tanto. Lo son.
Instantes irrepetibles
La verdad es que
el hecho de respirar, de poder compartir con buenas gentes gratos instantes, que
sabemos efímeros, que son irrepetibles, constituyen un milagro que nos
construye como Humanidad, que, con el paso de los siglos, ha sido capaz,
incluso contra viento y marea, de preservar lo mejor de su genética en etapas
sumamente agrias. La Naturaleza, con sus esencias, va abriéndose camino,
surgiendo y resurgiendo, y dándose oportunidades para amar y ser amada.
Ciertamente, la
existencia está llena de milagros, de excepciones sonantes o silenciosas. Están
ahí para regalarnos sentimientos de gratitud, de colaboración, de altruismo, de
amistad, de laboriosidad, de consideración, de respeto y de interacción en
positivo, además de cientos de idearios ilusionantes. Pensemos lo que pensemos,
suceda lo que suceda, sea todo simple o sinuoso, la creación, lo cotidiano, es
un milagro, y, ante todo, lo es por lo importante que es para nosotros, lo
asumamos así o no, que es deseable que sí. ¡Buen día!
Juan TOMÁS FRUTOS.
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