Conocí a Mateo Pellicer en una escalera. Seguramente
él no se acordará. Iba con varios amigos, comentando una y mil cosas de su
exposición, en ese momento, en un céntrico espacio de Murcia. Lo saludé. Le
dije que me gustaba su obra y que agradecía que compartiera su talento con la
sociedad. Me hizo un ademán de suave agradecimiento, y, tras un intercambio de
palabras, nos despedimos.
Alguien se
preguntará el porqué de este sencillo recuerdo para aludir a él. Respondo:
Mateo tiene el don de dejar huella en los instantes cotidianos, como ocurre con
su pintura, fiel reflejo de grandes momentos, y de tiempos anónimos que no lo
son por él, porque deja su huella.
Me complace su
mirada, sí, sus ojos de persona buena, de buscar presencias rutilantes, con la
querencia de cada etapa, de cuanto le rodea. Sin amor no hay obra, no hay
resultados óptimos, y él lo sabe.
Por sus
actuaciones se conoce a la gente. Es el caso. Mateo Pellicer pinta bien. Se
nota que ha atesorado técnica y asuntos de interés a lo largo de su ya dilatada
carrera. Es autodidacta, según leo en sus biografías, pero sabe muy bien lo que
desarrolla, añado yo.
Sus colores,
sus trazos, son únicos. Hay fuerza en lo que efectúa. Diría que nos regala ese
“duende” que dicen los flamencos, y que diferencia la vida de lo que no lo es.
Hay energía en sus cuadros, como él mismo tiene existencia a borbotones en su
corazón, en sus contemplaciones, en su intelecto.
Ha cultivado
de todo. Con el barroco fue exquisito, como lo es con el retrato. Nos brinda
ahora estampas taurinas. Son excelentes. Lo que les puedo decir es que las
divisen. En él fundamentalmente vale más la imagen que oteen que mis palabras.
Por cierto, verán su reflejo.
Juan TOMÁS FRUTOS.
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