Si algo he aprendido con el paso de los años es que
el amor no tiene límites. No los tiene. Se multiplica como el agua en la mar,
como la sal en los océanos, como el aire con el viento, como las estrellas en
el cielo de verano. Lo bueno es infinito, y podemos tomar, como ocurre con lo
nefasto, tanto como queramos. La opción es nuestra.
Hemos de añadir que somos animales de costumbres. Lo
somos en el doble sentido, porque a menudo no pensamos en cuanto hacemos y
porque nos dominan los hábitos, que nos cuesta adquirir y mucho más abandonar,
sobre todo cuando los usos nos vienen por atajos poco beneficiosos.
Por ello hemos de potenciar desde infantes el mejor
propósito, procurando un progreso compartido, extensivo, cierto, genuino por
realizable. Las frustraciones vienen cuando no somos capaces de aprender a
gestar amor, cuando no sabemos proyectarlo y vivirlo con esmero, dando y dando
hasta los territorios desconocidos, sabiendo que la ola crece tan alta como seamos
capaces de alzarla. Efectivamente, cuando no somos capaces de entregarnos en
cariño vienen crisis de afectos, de credibilidad en nosotros mismos, de
fortaleza interior, y todo lo demás, por construido que esté, se desmorona.
Decía San Agustín que el amor comienza por uno
mismo. Es verdad, y no desde una óptica egoísta, sino de cimentación de los
criterios de una auténtica democracia que nos puede transportar al porvenir
verdadero. El sentimiento es nuestro combustible, el verdadero impulsor de
cuanto nos toca vivir.
¡Cuántas cosas no ocurrirían si hubiera más amor!
Desde luego las malas no se sucederían en este camino exponencial de dolor y de
pesar al que nos llevan las guerras, el hambre, las enfermedades evitables, las
desigualdades en el trato de cuestiones que consideramos esenciales como el
derecho a la salud, a la educación, a la dignidad... El conflicto, la ausencia
de paz, sea ésta concebida de manera menesterosa, es una consecuencia de una
insuficiente justicia. La equidad en las oportunidades se tercia básica en este
sentido y en muchos otros.
Apoyar
a los demás
Dispongamos, pues, remesas de amor, de actividades
positivas y en apoyo a los vecinos, a quienes nos rodean, que han de averiguar
que las posibilidades son comunes y que los beneficios, en estos fundamentos a
los que aludimos, también han de serlo. Los territorios compartidos deben ser
escenarios de dicha y de apuesta por las generaciones futuras, por las que
siempre hemos de esforzarnos sin librar batallas que se hallen carentes de
dirección.
El amor es nuestra baza (en el recorrido vital, la
básica). Sin él no podemos pensar que la existencia funcione. Si no
“empatizamos” mimosamente con los que han perdido su casa, su trabajo, sus
familias, sus plataformas, sus recursos materiales y hasta espirituales, si no
conectamos y comunicamos con los infelices, de nada nos sirve todo lo que
hayamos conseguido en el global. Si nos falta caridad, que es una
interpretación del amor, nada tenemos como sociedad.
Recordemos que hemos vivido en una cierta, quizá
excesiva, precipitación. En el momento del reposo cotidiano es importante que
pensemos en todos y cada uno de los miembros de una comunidad, pero,
fundamentalmente, en los que se han quedado atrás. La carrera tiene sentido con
todos, y no con unos pocos. La fortuna es, a menudo, caprichosa, y no siempre
da con el talento.
Por todo ello, creo que el deber de este verano que
nos debemos auto-imponer, dentro de los propósitos de mejora, es plantar
grandes campos, grandes extensiones, de amor en forma de hechos constantes y
desarrollados cada día, que seguro que nos irán dando frutos muy interesantes,
cargados de beneficios sociales. Hagamos una apuesta no escrita, pero que
cumplamos, y universalicemos todos nuestros actos e iniciativas desde el
cariño. Ya verán como nos va mejor. Seguro.
Juan
TOMÁS FRUTOS.
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