Los gritos se incrementan, y también
la estampida. Vamos huyendo sin saber hacia dónde. El estado es de ansiedad, de
sitio, de inconveniencias, de multitudes llenas de soledad. La entrega, la
confrontación, la fricción, está próxima. Nos hallamos en lo pésimo. Aún
esperando la mala ocasión, me golpeas (lo logras en tu situación de predominio)
y caigo. Me levanto a duras penas, y sufro con agónico silencio la indefensión,
la injusticia, de estar en el bando equivocado. No he elegido yo.
Sigue la carrera por la libertad. No
es cuestión de tomar partido por el uno o el otro. No hay razones objetivas
cuando hablamos de lo humano, que ha de estar por encima de cualquier
consideración. Nos hemos de distinguir por salvaguardar cuanto somos. Es lo que
nos puede permitir ser dignos en la historia. No obstante, la atmósfera que
experimentamos no ayuda. Hemos tropezado duramente.
La reflexión que nos hacemos nos
conduce hasta la locura que nos devora en estos tiempos de buenos y malos, de
colores, de corrientes, de desniveles, de desigualdades… Nos contemplamos, por
vicisitudes incontroladas, en ambos lados de la carrera, y, a menudo, no
percibimos que, con diversos nombres, somos los mismos seres humanos. Lo somos
por dentro.
Me da escalofríos el pensar que
podemos tener comportamientos tan dispares ante situaciones de dolor. Como
diría alguien muy querido para mí, no se puede entender que se valore de manera
distinta a personas que han nacido de mujer, esto es, en las mismas
circunstancias biológicas, que sienten y padecen, que ríen, que lloran, a
quienes les gustaría vivir mejor y disfrutar en esta oportunidad existencial.
Da pavor pensar que no mostramos habilidad para inmiscuirnos en la piel del
otro y para otear por sus ojos.
Lo peor de una situación dramática
es que no aprendamos de ella, y ésa es mi impresión. Cada uno sigue por su lado
(vuelvo a la maligna carrera): uno sin mirar atrás tras el golpe; el otro en
pos de una victoria que ha quedado a mitad de una dentellada irracional. Unos
ladran y otros corren, pero todos tenemos miedo. Lo sé cuando nos miramos a los
ojos. La inseguridad que crea el perseguir y el ser perseguido, obviamente
desigual, nos conduce a un caos del que debemos salir juntos o no saldrá
ninguno con bien.
La celeridad asciende, incluso
cuando creemos parada la demencia, cuando no nos vemos correr. Por desgracia,
se repiten los procesos y procedimientos con un dolor inmenso y sin diálogos,
sin comunicaciones, sin que nos aprestemos a recoger el testimonio de la experiencia
para mejorar las relaciones y ser más dichosos.
Somos iguales
Nos perdemos ambos personajes,
después del dramatismo padecido, los dos anónimos, cada uno en su trinchera.
Sabemos que, sin vernos a nosotros mismos expresamente, volveremos a coincidir,
porque las circunstancias volverán a chocar. Lamentablemente, pese a pena y al
rozamiento, a pesar de la oscuridad, no habremos aprendido. Hay demasiada
precipitación en nuestras vidas solucionando lo urgente, que debemos
solventarlo, sí, pero no realizamos lo mismo con lo importante, que también
habría que afrontarlo.
Aunque no lo hayamos notado, hemos
coincidido en situaciones dispares dos seres humanos, dos iguales, tú y yo, yo
y tú, con dos corazones, con sentimientos comunes, aunque las proyecciones nos
hayan llevado a que tú golpees y yo huya. Espero que nos reencontremos algún
día y, aunque no nos identifiquemos, nos demos un abrazo. Querrá decir que el
sistema habrá reducido las diferencias. Después de todo nos distinguen nuestros
condicionantes. Dentro de cada uno de nosotros, como rezaba aquella canción
italiana, tenemos idénticos corazones de mariposa. Volemos con ellos juntos,
por favor. El desencuentro nunca es una alternativa.
Juan TOMÁS FRUTOS.
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