En ocasiones
uno ha tenido la suerte de ver los toros desde la barrera. En el sentido
literal. Lo cierto es que impresiona el sitio. El silencio, los guiños, los
olores, los espacios, los nervios contenidos, el ritual, los tercios, los volúmenes,
los colores… todo se presenta de una manera intensa, cercana, especial,
empática con los toreros, con la certeza de que todo ocurre como en el salón de
tu casa, pero de una guisa más profunda.
Hay como una
especie de gran familia en esa proximidad al albero, a sus opciones, a los
centímetros donde se masca la tragedia o todo lo contrario, ese éxito efímero
que te lleva a tener que revalidarlo más pronto que tarde.
No obstante,
hay otras muchas maneras de divisar el
espectáculo: desde los diferentes puntos del graderío, desde la televisión,
desde las crónicas escritas, habladas o audiovisuales, o bien a través de
conversaciones de aficionados más o menos expertos o devotos.
Añado uno,
desde esa parte alta de la plaza donde uno entiende que la fiesta tiene un afán
de bullicio y de pasión, con banda de música, con tientos de vino y de jamón, o
de lo que sea menester para abundar en la ceremonia desde una entrega
ilusionada, contenida en los instantes más interesantes, y donde la
conversación y la camaradería, presentes en todos los rincones del coso, aquí
adquieren unos tintes de auténtico clan.
Desde esta
atalaya uno pronuncia y escucha los olés de una estirpe peculiar. Lo que no
termina de otear por problemas oculares propios de la edad se lo explica el de
al lado, que adquiere con paciencia una sabiduría sin igual.
Es una fiesta
participativa con una impronta característica que este año he saboreado como
si, con alma de niño, todo lo viera por primera vez. En ese sentido, y con optimismo,
es lo que debemos hacer: aprovechar el momento y desear que, por lo menos, la
temporada que viene resulte igual de maravillosa.
Juan TOMÁS FRUTOS.
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