Recuerdo que, viajando en una
ocasión entre Ciudad de México y Santa
Fe, me encontré en la orilla de la carretera ese toro típico que aún
percibimos por algunas carreteras españolas y que son el testimonio de una
época pasada con un cierto sabor a presente también. Aquí esos toros fueron
indultados. En América quedan como sus creadores los trajeron al mundo, a salvo
de críticas y de dictámenes más o menos controvertidos.
Me sentí agradecido con aquella
estampa que les rememoro. Después de todo era un regalo que me emplazaba cerca
de España. Estar en las proximidades de Santa Fe y con un icono tan nuestro me
hizo identificarme con mis propios "terruños". Hay muchas señales de España en México.
Tengo para mí como refrescante esa
impronta noble, negra como el azabache, con la gratitud de unas dimensiones
limitadas (las del diseño de un cartel). Pese al transcurso del tiempo por ese
animal en plataforma, emblema de casta y de fiesta, me pareció como recién
salido de sus pastos naturales, con el brío del que se sabe excepcional.
Lo cierto es que ese "toro", que todos asociamos a una
marca privada, particular, se convirtió hace años en un símbolo del país,
colmado de emociones, puede que incluso encontradas, pero que nos hacen tender
hacia una visión de fuerza, de anonimato, de belleza y de tranquilidad que nos
ubica a en torno a unos vínculos señeros y propios.
Puede que para darnos cuenta
debamos salir fuera. A menudo, y hay muchos casos, no valoramos lo que somos,
el cómo somos, cuando se ve, cuando nos observamos, como una rutina más o menos
denostada.
El consejo es que disfrutemos lo
mejor de cada circunstancia o realidad, incluso de nosotros mismos.
Juan TOMÁS FRUTOS.
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