Son ojos grandes, saltones, hechos a la medida de las catástrofes que contemplan, que les superan, porque no comprenden, por que les matan, porque les mutilan, porque les roban las infancias que nunca tendrán, porque les condenan al ostracismo, a la ignorancia, a la enfermedad, a la muerte prematura, a no vivir…
Miran con inocencia, con una melancolía saltona que nos previene, pero a la que no hacemos caso. Asistimos con un dolor transitorio -eso es lo malo, que es pasajero- a las desgracias de los más desfavorecidos, que tienen ojos rotos, hurtados, malqueridos, inundados, ya impacientes, demolidos, cansados, ya silentes, consumidos…
Todos los años se suceden las ruinas -más aún- en los países del Tercer, Cuarto o Quinto Mundo. Los terremotos, los volcanes, los huracanes, el hambre, la codicia de unos pocos, el desequilibrio en el reparto, las cruentas guerras -¿cuándo no lo son?-, la maldición de una era y de una Humanidad que parece condenada a repetir errores, a pesar de hallarnos en una etapa de conocimiento y de Nuevas Tecnologías.
Miro, sí, esos ojos saltones, los de todos, los de nadie, y me derrumbo ante la miseria que somos capaces de provocar o de no evitar. Ojalá que el próximo año tengan más brillo e ilusión. Sí, me refiero a esos ojos que precisan más motivos para una inocente alegría.
Juan TOMÁS FRUTOS.
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