miércoles, 21 de julio de 2010

El milagro de la confianza

Hasta las montañas se mueven cuando tenemos la convicción y la fe, ya sea religiosa o civil, de caminar hacia delante. Ante la redundancia, que nos distancia comunicativamente, nos debemos armar de valor y tomar un poco de tiempo para el análisis. Nos damos, de vez en cuando, un baño por las sendas de los actos humanos. Es bueno, y hasta necesario. Salimos a la calle o nos detenemos ante la pantalla del televisor, o bien, por determinadas circunstancias, nos acercamos por servicios de urgencias u hospitales. Vemos señas de auténtica divinidad y de un tremendo fiasco. Hay de todo. Hallamos a los que la vida les ha hecho sufrir en exceso y a aquellos otros entregados a un voluntarismo a prueba de bombas.
Es la contradicción de la vida misma. Somos capaces de lo más duro, de las más atroces guerras, de conflictos por bienes materiales, por cosas superficiales… Contaminamos el mundo, talamos sus árboles, envenenamos ríos y mares, y procuramos, con más o menos conciencia o inconsciencia, que las especies naturales vayan desapareciendo… Y robamos, y nos maldecimos, y nos rompemos en mil pedazos… Frente a eso hay mucho amor, más, brotando como fuentes incansables ante las mayores ignominias.
Y seguimos. Permitimos el hambre, la extorsión, las enfermedades evitables, los desequilibrios que impiden que muchos millones de seres humanos tengan una infancia. La indignidad por lo evitable o por las situaciones que fomentamos desde el ansia o el egoísmo vive con la complicidad de quienes se han quedado solos de pequeños, de quienes heredan circunstancias que les condenan al fracaso y pese a todo se sobreponen; de aquellos otros que muestran confianza en quienes no la devuelven; de aquellos que todos los días afrontan negocios ruinosos para enfrentarse a la misma coyuntura en la siguiente jornada… Hay gente tan rica interiormente que compensa todo lo malo, que incluso lo supera. Los hay que se miran al espejo y que no se apartan de él hasta que no ven un esbozo de sonrisa, aunque todo parezca indicar que el fracaso les aguarda.
Frente a quienes se levantan cada día prestos a hacer frases incompletas hay algunos, muchos quizá, millones probablemente, que sueñan con una existencia mejor en pos de una misión universal que nos espera con un sentido de hogar. Con ellos tomamos las mieles de sus ilusiones. Ellos no están solos, se rebelan pacíficamente contra las pésimas condiciones, y por eso no nos sentimos en soledad nosotros. Son un milagro, y nos lo trasladan.
Frente a lo que es pérdida, ellos ven posibilidades. Son fuertes en su debilidad. Saben que “querer es poder”, aunque conocen, en su sanador realismo, que la batalla puede estar agotada, sin opciones de éxito. Se levantan, no obstante, por la mañana y se dicen que ése será el gran día, para repetirse, quizá, la misma cantinela una y otra vez. No huyen, y eso les hace héroes. No se les reconoce, no salen en las primeras portadas por triunfos dinerarios o materiales, ni tampoco se les contempla en las primeras planas por sus poderosos cargos o por tener lindos aspectos únicamente en lo externo. No tienen secretos: saben que el que resiste vence. Bueno, no lo saben: lo sienten, y eso les basta.
Cuando nos damos una vuelta por el mundanal ruido, caemos en la cuenta de que son precisamente ellos los que merecen la pena. Cada día les decimos que no hay esperanza, y ellos nos escriben con mayúsculas que siempre la hay. No objetivan, sino “subjetivizan”. Cuando nos proporcionamos un baño de humanidad en el sentido que nos recordaba el filósofo Kierkegaard, los vemos. Lo que debemos intentar es darnos ese baño con ellos. Seguro que nos refrescará mucho la memoria, fundamentalmente aquella tan genuina de la infancia. Tengamos ánimo. Siempre hay esperanza. Si la comunicamos, no lo olvidemos, la multiplicamos hasta la enésima potencia. La confianza, en sí, por sí misma, produce el milagro de solucionar las pequeñas y grandes cosas y seguir adelante.

Juan TOMÁS FRUTOS.

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