Cultivemos las aficiones, esas devociones que nos apaciguan y nos hacen experimentar la dicha de existir. Hallemos las intenciones más benévolas, las que nos incrementan en los planos cualitativos. Es verano, que conforma un lapsus especial, auténtico. Tiempo de ocio. Momento para el regocijo y para hacer propósitos de analizar lo que hacemos, lo que hemos realizado, y para avanzar cambios tranquilos o pequeñas mejorías con las que retornar tras el período estival. Rescatamos (debemos) otros instantes que sabemos que existieron y nos introducimos en las mayores devociones de las que somos capaces. Al menos, lo intentamos. Oteamos ilusiones que creíamos apagadas y regresamos a esas aventuras vividas o soñadas con las que crecimos en todos los sentidos.
Para encender estos estímulos contamos con el mejor de los baluartes, que es preciso y óptimo para todos los momentos del año: nos referimos la lectura. La singladura simpática y alternativa, complementaria, que nos ofertan los libros de toda índole nos regala momentos inigualables con los que salir de ese hastío que es versión repetida de una existencia que se deja llevar por el río de la competencia y por las materias que a menudo no son tan originales como nos decimos.
Tenemos prosa, poesía, ensayo, novela, viajes, naturaleza, historia, relaciones, convenciones y comunicaciones, reflexiones y meditaciones, causas y efectos… Todo se encuentra en esas obras que nos convierten en ejemplares desde el anonimato compartido por quienes nos precedieron. Nada falta en las hojas de unos libros que nos mantienen eternamente jóvenes y activos, si somos capaces de dar con sus claves. La lectura de grande y pequeña literatura, la relectura incluso, nos transforma en seres tan reales como ideales, tan idealistas como situados a ras del suelo.
Con los libros nos metemos de lleno en asuntos variopintos, en cuestiones resueltas y en otras que no lo son, no lo están, tanto. Acortamos las distancias respecto de lo que nos cuentan otros, con sus errores, con sus dones, con sus aciertos y perspectivas, con lo que han sido y elucubrado. La vida, aunque conocida en sus resortes, nos brinda elementos y recovecos que nos concentran en lo importante mediante letras sempiternas, y, por qué no decirlo, asimismo nos apuntan a lo nimio, pues todo lo que nos rodea forma parte de la Humanidad y de sus direcciones y sentimientos.
El verano nos da tiempo. Puede que el tiempo sea el de siempre, pero todo parece indicar que el ritmo es más lento, de otro género. Es una etapa, o eso se nos antoja, con menos obligaciones de correr para encontrar segundos y minutos para nosotros mismos. Por ello, una muestra de fidelidad a nosotros mismos es dar con ese tipismo de los años pretéritos en los que el esfuerzo y la bondad eran estandartes solidariamente compartidos. Seguramente con una buena selección de esas lecturas a las que aludimos daremos con las moralejas y los aprendizajes de aquellos que soñaron y nos demostraron que han vivido. Con una prolija fortuna, podemos confirmar que existimos con ellos.
No soy amigo de consejos, pero sí de recetas personales. Leer puede ser una. Ahora en verano, sí, e, igualmente, con felicidad el resto del año. Percibamos el aliento de la lectura y un asomo de plenitud nos tocará con extraordinario encanto y una ingente especialidad. La magia, que es un continuo relativo, nos regalará lo mejor. Leer es el estímulo más estupendo y defendible para que nos sintamos, gracias a él, con la dicha a la que tenemos derecho. La lectura es una misión con la que descubrimos muchos ecos existenciales.
Juan TOMÁS FRUTOS.
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