Caminamos hacia
ese deseo que hace tiempo que soñamos. Se hace realidad. Sabemos que los
sabores agridulces se encuentran recurrentemente, y en esa cita convenida nos
decimos lo que queremos y lo que no.
Estamos a punto
de descubrirnos en la “apretura” del destino, que es voluntario y cerrado al
tiempo, aunque parezca contradictorio.
Nos imaginamos
en el trance máximo, y, sin embargo, es una senda más. Nos apreciamos entre las
dudas, con tinieblas en los recovecos de la pasión, que se introduce imperiosa.
Es una carga efímera pero coherente, convenida con años de victorias, muchas de
ellas elucubradas. Ya son.
Salvamos unos
pocos metros, y se produce el deseo. Salta la chispa de la vida, que encendemos
eternamente aunque debamos acariciarla y alimentarla cada segundo.
El
acontecimiento produce un hola y un adiós, casi como la propia existencia, que
porta un cíclico aprender, como decía Borges.
Se cumple el
modelo de la comunicación. Enumeramos el proceso completo: emisor, receptor,
mensaje de entrega, canal dinámico que es la propia historia, y, entre todos,
ponemos códigos para enviar, descifrar y resolver entre los efectos del inicio
de otra espiral.
En la
retroalimentación nos ensalzamos con valores como la cesión, la escucha, la
confianza, la interacción, la voluntad, la cercanía, y algunos más en un
contexto que nos envuelve con la película del entendimiento. Aquí el argumento
que sigue ya lo tienes que poner tú.
Juan TOMÁS FRUTOS.
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