Caminamos al encuentro del miedo. Nos vemos con él de vez en cuando (puede que, en ciertos períodos, demasiado a menudo). La forma de mirarnos y de tratarnos depende del talante, que suele surgir de la genética y de la costumbre que vamos fomentando.
Los diálogos que guardamos con él, en forma de silencios, de palabras, de eventos, de respuestas, de hechos, nos mantienen en una simbiosis, en una relación especial, que surte más o menos efectos según la capacidad de aceptar el destino, y, lejos de resignarnos, en función de la habilidad de amoldarnos con fortaleza para superarnos en cada trance.
Es poco aconsejable que, ante el pavor, consintamos que éste nos domine y doblegue, que lo alimentemos. Hemos de verlo como un adversario interesante, al que trataremos con respeto, pero sin dejar que nos controle y rompa. No sería leal para nosotros, puesto el resultado, sin duda, sería/es un desastre.
En la pugna artística, melancólica, serena, poética, brava, firme, sencilla, honesta, llena de carisma y de duende, es razonable que el temor surja como ese espontáneo compañero que nos acaricia, aconseja y crea desazón. A la par ha de permitir que veamos el brillo de la vida en cada lance, en los trechos de esa entrega entre todos los seres, instantes y recursos involucrados.
Lo que reseñamos es un relato del que hemos de obtener la creación precisa ante ese contrincante que, repito, se llama miedo, que, si viene, no ha de ser para quedarse. Quizá ése sea el secreto del éxito. El torero lo sabe.
Juan
TOMÁS FRUTOS.
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