Félix Rodríguez de la Fuente falleció hace 31 años, efeméride que se cumple este mes. Fue un mazazo, entonces, para toda la sociedad, especialmente para los amantes de la Naturaleza y de su flora y su fauna, y, cómo no, un golpe también para los niños, que veían en él un icono en lo humano, en su calidez, en su cercanía, en su honestidad y en su compromiso como buena persona y mejor profesional en un ámbito, el de la biología, desconocido para el gran público en esos albores de una lucha motivada por un nueva sensibilidad.
Félix, el amigo Félix, fue todo un símbolo para varias generaciones. Aunaba de una manera natural y hasta instintiva esos dones que hacen que alguien sea un comunicador nato: era pura sensibilidad (en la mejor y más excelente de las interpretaciones) y genuina cercanía. Pocos como él ha propiciado el medio televisivo, y menos aún en el específico terreno de los documentales sobre la Naturaleza, por ser capaz de mostrarnos una agradable sensación de formar parte de la familia, de conocerlo de toda la vida, de aproximarnos a su alma y a su intelecto, que tenía y mucho.
Se fue hace tres décadas una gran personalidad, dejando el camino abierto para todo un género televisivo que ha vivido momentos gloriosos en cuanto a audiencias, una situación que ahora, por desgracia, no se repite.
Ha transcurrido el tiempo como una exhalación desde que nos dejó un poco huérfanos. Los años discurren muy rápidamente. El legado es magnífico, pero aún lo puede ser más si somos capaces de seguir encendiendo la antorcha de su vocación y su entusiasmo por la vida y por todas sus formas de expresión en la Naturaleza. No lo olvidemos. De hacerlo, es olvidarnos un poco a nosotros mismos.
Juan TOMÁS FRUTOS.
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