Lo miro. Duerme. Su mundo de niño, imagino que lleno
de sugerencias, de idealismos, de cuentos de hadas, descansa. Repone pilas para
la dura faena del juego del día que ya despierta, antes que él. No hay prisa, no ahora.
Contemplo su cara linda, y me digo que no hay nada
más bello en la Naturaleza. Si los besos fueran un antídoto (seguramente lo son),
podría andar tranquilo por su futuro.
Se agarra a la almohada, mientras duerme, como si el
universo le perteneciera. Me pregunto si no es así.
Hace un gesto que interpreto como una sonrisa.
Seguramente es un sueño de compartida alegría. ¡Ahí está! Parece un Príncipe de
cuento, el que vivimos, por su semblante perfecto, en el milagro de un
encuentro hermoso y sencillo.
Lo vuelvo a mirar. No puedo dejar de hacerlo. Es un amor grande el que siento: es mi
inspiración, mi motivación, mi esperanza, mi voluntad, mi creencia en el ser
humano, mi fe en el mañana.
El mundo vuelve a su rutina, a su marcha, con estos
primeros rayos de Sol. Nada me aflige. Estoy contento. Está él a punto de despertar,
y, mientras elucubra, yo ya admiro la jovialidad de una jornada que será
maravillosa porque nos vamos a acompañar. Duerme un poco más. Aguardo.
Juan
TOMÁS FRUTOS.
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