Llega la Navidad, y con ella experimentamos unos
momentos de intensos sentimientos que se traducen en ansias de vivir mejor, de
compartir, de tirar hacia delante con unas premisas cargadas de amores y de
buenos actos. No obstante, la Navidad, como el resto del año, aparece y
transcurre con contradicciones preñadas de ciertos grados de dejadez, de hastío
y hasta de impotencia. Todo lo cotidiano parece cohabitar con carencias, con
insolidaridades, con grados de soledad y de indiferencia que no casan con el
espíritu que queremos trasladar.
La crisis, es verdad, todavía nos coloca en una
situación mucho más compleja, con ausencias laborales y con perspectivas nada
halagüeñas. Miras, y, a menudo, ves que los espíritus de la Navidad se antojan alejados,
seguramente porque, en la Pirámide de las Necesidades, hemos colocado el afecto
muy remotamente, priorizando urgencias que, sin duda, también hay que solventar.
Decía Aristóteles que, en el equilibrio, está la
virtud, pero estamos en una plataforma que nada tiene que ver con esa
moderación que nos podría conducir a la justicia social. No hablo de
entelequias ni de tópicos ni de ensoñaciones, sino de realidades a las que
podríamos llegar si fuéramos un poco más capaces, si demandáramos mejoras basadas
en la opción de un bienestar compartido.
Parece evidente, aunque no sea lo deseable, que
siempre habrá desniveles. Es un hecho que en cada etapa histórica hay donde
sobra y también donde falta. El objetivo ha de ser, sin embargo, el de corregir
esas diferencias, procurando mitigarlas o, cuando menos, compensarlas para que
lo mínimo llegue donde debe, donde se le necesita.
Los agravios y las desigualdades son un hecho. Con
el compromiso de intentar trabajar todos para que se vayan reduciendo, hemos de
poner en el frontispicio de nuestras almas anhelos de mejora que nos
transformen de manera tranquila y justa como sociedad, lo que será una garantía
de paz y de futuro en común.
Creo que, por encima de reproches, hemos de intentar
que la dignidad como estatus nos edifique a todos. Ésa ha de ser una máxima que hemos de
convertir en un deseo constante durante todo el año, aunque aflore especialmente
en esta época navideña.
Asimismo, ya que estamos enumerando reclamaciones y
demandas personales y societarias, hemos de pedir no mirar sin ver, ver siempre
un poco más allá, afrontar los días con las suficientes tareas, sin prisa, pero
sin pausa, sin olvidar aprender de todo y de todos, procurando que las mieles
existenciales nos transformen a conciencia. Los anhelos se han de complementar
con deseos de armonía y de descanso para todas las almas, las terrenales y las
que se hallan en otras dimensiones. Hemos de contribuir a que el gozo sea
compartido, así como el conocimiento y las opciones vitales.
Solicitemos, igualmente, que la alegría sea un bien
natural y que los que viven en artificios no consigan apagarla. También
deberíamos reclamar la capacidad de compartir, que hemos de convertir en
costumbre para que los usos humanos tengan futuro.
Como modelo de vida, hemos de preferir la sonrisa a
la tristeza, la camaradería al individualismo, la docencia a la ignorancia, el
presente al pasado y teniendo en cuenta el futuro con el conocimiento de lo
anterior, la proyección al retraimiento, el riesgo a la apatía, la búsqueda a
la parada, las preguntas a las ausencias de respuestas, la entrega a la
petición, el cariño al odio, la amistad a la soledad, y el esfuerzo a la
espera, si bien hemos de ser pacientes cuando las cuestiones que son básicas no
aparezcan en tiempo y forma.
La Navidad, como el inicio del año, es un tiempo para
los buenos propósitos, pero también lo es para pensar que no sólo son posibles
ahora, sino que también han de ser deseos y realidades durante el resto del
año. ¡Por favor, mucho ánimo, mucho amor, y mucha suerte! De corazón.
Juan
TOMÁS FRUTOS.
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