No conozco a nadie de mi entorno que soporte a un
niño llorando. Me dicen que existen algunos desalmados con esa capacidad, pero,
afortunadamente, no sé de ellos. Bueno, confieso que, de vez en cuando, nos
hallamos ante personas, de ésas con las que te cruzas inevitablemente, a las
que no les importa ver al mundo llorar. Procuro decir que no las conozco,
porque, ciertamente, es así. No puedo decir que sepa de un conciudadano mío si
a éste no le importan los avatares humanos, sociales, naturales…
Particularmente cuando hablamos de desigualdades
hemos de pensar en los niños que lloran. ¿Por qué lloran los niños? Lloran
porque tienen hambre, porque padecen enfermedades, porque les golpean, porque
están llenos de soledades y de ausencias, de imperfecciones del sistema
establecido, de miedos, de dolor, de carencias y de malas creencias, de penas,
de muerte, y hasta de esclavitud.
¿De esclavitud? Sí, y en pleno siglo XXI. Fijaos si
no hemos avanzado tanto como decimos que aún mantenemos esa lacra. A las
guerras, el hambre, las enfermedades, las desigualdades, hemos sumado, como un
maldito apéndice de las contradicciones humanas, la esclavitud de los más
pequeños, que los usamos para que los productos que pueden confeccionar o
acarrear sean aún más baratos para ese modelo que hemos creado de
coste-beneficios.
¿Y cómo podemos, en el llamado Primer Mundo,
soportar los llantos de los niños esclavos del resto de la Tierra? Porque nos
hemos tapado los ojos y hemos colocado barreras para no verlos ni escucharlos.
Es terrible. Cada día se venden en nuestro entorno, en nuestro país o en otros,
productos que salen de la obligada sumisión de millones de seres humanos, que
son tratados como esclavos y que nos deben doler por sus manos entregadas, por
lo que tienen, por lo que carecen, por esas economías hechas a imágenes
saturadas en esta imperfecta crisis que nos devora por y para crecimientos
extraños.
Si cada día viéramos o atendiéramos de verdad las
voces y las miradas de los niños y niñas en pena por, entre otras situaciones,
la esclavitud que padecen, nos romperíamos en mil pedazos por el atropello que
supone para la dignidad humana, para suya, la de ellos y ellas, y la nuestra,
pervertida por ignorancias supinas a las que nos condenamos por no hacer nada,
por no querer hacer lo suficiente.
No hay nada más frágil que la infancia, y todo
ocurre en ella, lo bueno y lo malo. Cuando las experiencias son negativas,
cuando atacan sus esencias y opciones, cuando devoran las ocasiones de unas
existencias truncadas, todos somos un poco más pobres hasta en lo espiritual,
todos perdemos una parte de dignidad y de honor. No siempre advertimos que es
nuestro deber, nuestro gran deber, el superar la maldad y los actos malos, así
como las injusticias que vienen tras de ellos, o la par de ellos.
Los ojos de la derrota de los niños son nuestros
propios ojos, nuestros ocasos, nuestras caídas, nuestras pérdidas absolutas. Si
no ganamos por ellos, habremos perdido todo. No convirtamos en rutinas lo que
no debería existir. No aceptemos porcentajes en cifras o puros desiertos de
productividad en lugares lejanos. No lo hagamos, porque son evitables.
Sólo podremos asumir una excepción respecto a esto
que decimos. Un niño puede llorar, claro que sí, pero sólo cuando lo haga de
alegría y de emoción. Únicamente en ese caso no nos deberemos sentir unos
fracasados. En el resto lo seremos.
Juan
TOMÁS FRUTOS.
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