Pierdes a un amigo, a un familiar, a
un vecino, a un conocido, se pierde una vida humana, y todo se pierde. Miras, y nada de lo que
conocías se reconoce. Es ahí, en ese preciso instante, cuando nos damos cuenta
de lo que verdaderamente merece y vale la pena: la salud, el estar bien, el
podernos relacionar, el vivir. Ser es la suprema dicha, pero, por afablemente
constante, no lo advertimos así.
En una sociedad donde, para nuestra
supuesta tranquilidad, aspiramos a controlarlo todo, percibimos, de cuando en
cuando, que nada es asegurable, al menos no al ciento por ciento. A menudo el
porcentaje es bastante ridículo (nos referimos al posible dominio de nuestras
existencias, esto es, a la posibilidad de poder dar una ruta determinada a
nuestras vidas). Nada permanece en su sitio una jornada tras otra, por lo que
nada puede ser apreciado de la misma guisa. No debe.
Cada día, obviamente, proponemos,
nos proponemos, o nos aventuramos en su devenir, en el que sugieren cada 24
horas, y luego ocurre lo que tenga que suceder, sin que lo que decimos comporte
un determinismo. Nos referimos más bien a que las cosas van por encima de ese
intento de controlarlas. Es obvio.
La Naturaleza, el Destino, los
Dioses, la Sinrazón, o todo junto, o cuanto pudiera ser, nos brindan
periódicamente episodios que nos encadenan al caos, a la muerte, a la pérdida,
a la carestía personal o afectiva, o a las dos, a la impresión que va más allá
de la sorpresa, a la creencia doblada por la espina dorsal, y es entonces
cuando entendemos lo frágiles que somos.
Los desastres naturales se suceden,
muchas veces a lo lejos, pero siempre con un hambre implacable y cargada de
ceguera. No importa lo que hayamos hecho: la vida acontece con condiciones
felices y con otras sumamente implacables, dolientes.
Hacen las prisas que, frente a las
ruinas materiales o personales, sigamos adelante mirando el futuro, haciendo
pronósticos, agradeciendo que no nos haya tocado la hecatombe, y ello sin
darnos cuenta de que, con el tiempo, todos aparecemos en el mismo escenario del
final. No es cuestión de ser catastrofistas, sino de ver la realidad en toda su
dimensión, precisamente para apreciar el milagro de estar vivos y para no
perder ni un segundo de nuestras vidas y de nuestros ratos de dicha, que hemos
de compartir.
Las contingencias cotidianas nos han
de servir e invitar a sentirnos más parte de la sociedad, desde la premisa y el
eje de ayudarnos ante ellas, de empatizar, de buscar arreglos raudamente, de
mejorarnos en la búsqueda de la asistencia y del apoyo común, que no ha de
quedar en la demagogia o en las palabras mejor o peor escritas y/o
pronunciadas.
Las situaciones de cataclismos, de
fragmentaciones del orden de la convivencia o de la naturaleza, de nuestro
humilde bienestar, de nuestra esperanza, de lo que nos aporta salubridad y
felicidad, han de ser afrontadas desde la necesidad de volver cuanto antes a la
coyuntura primigenia haciendo honor a los que se quedaron por el camino, a todo
cuanto se perdió. Hemos de proponernos el objetivo de que no se sucedan con la
misma virulencia, si hay un margen para evitar estos fatales capítulos, y,
esencialmente, hemos de procurar que no falten las manos necesarias para
experimentar la fuerza de lo humano y superar con prontitud lo que nunca debió
ser dañado.
No olvidemos tampoco que la ayuda, por nimia que
sea, no debe esperar, justamente no debe prolongarse más de lo debido. Lo
importante, cuando algo nefasto ha acontecido, es intentar mitigarlo y que no
vuelva a ocurrir.
Juan TOMÁS FRUTOS.
No hay comentarios:
Publicar un comentario