Alguien
te mira, y te vuelves en ese instante, como diría nuestro querido Arturo Pérez
Reverte, transparente. No te ve. Sigue su camino, su vida, sin ti... Tras un
cierto desconcierto y puede que hasta un punto de incomodidad, continúas tu
senda, demostrando tranquilidad, intentando transmitir que no ha sucedido nada,
sobre todo por si alguien “controla” la jugada y advierte el rubor o quizá el
ridículo de o por lo acontecido. A veces somos dados a dar demasiada
importancia a coyunturas tan pasajeras y nimias como la existencia misma. Hay
una tenencia humana a exagerar. Es posible que sea el caso, o también puede
tratarse de una real frustración. En el equilibrio, nos recordaba Aristóteles,
se ubica la virtud.
Es
claramente desconcertante que una persona con la que has tenido una cierta
relación o cercanía te mire y no te contemple. Es como si una suerte (buena o
mala, según se conciba) de rayos X atravesaran nuestro cuerpo y no se
percibiera su textura, esto es, no existimos, al menos no para la persona en
cuestión. Hay fenomenologías que se suceden, pero, como ésta, no las sabemos
descifrar.
Así
es. Inexplicablemente a veces alguien que nos conoce, a menudo muy mucho, no
nos divisa al pasar a nuestro lado. Hay muchas teorías para “justificar” esa
coyuntura: se relacionan con dudas, inseguridades, enfados, desprecios,
distanciamientos, cegueras, egoísmos, e intereses variados, así como con pasotismo,
ingratitud, maldad, enemistad… Todos son términos que argumentan los porqués de
esa ignorancia supina consentida.
Lo
que uno experimenta en esos “desencuentros”, más o menos pausados, soterrados,
escondidos, ligeros de equipaje, sucintos, discretos en todo caso, es difícil de
expresar con vocablos atinados. El nerviosismo, la desazón, no ayuda: nos rompe
un poco más bien. Somos humanos, y no nos complacen estas incongruencias.
Tampoco las podemos evitar, ni debemos.
No
obstante, estas desgraciadas situaciones nos enseñan que, sinceramente, no
somos ni tan importantes para unos, ni tan decisivos para otros, ni tan
dependientes de los demás. Pasa el tiempo, la vida, y pagamos las facturas que
cada etapa nos presenta para abonar. Una de ellas es perder, dejar atrás, los
amigos que no lo son tanto, que no lo eran, que no son capaces de demostrar su
apoyo en los tiempos convulsos que hemos de desmenuzar.
En
paralelo, recibimos, con estos episodios, regalos, auténticos presentes
cargados de futuro desde una mejor observación. El que se va de esa guisa, el
que nos desprecia, o lo intenta, con su comportamiento, en realidad nos brinda
la ocasión de mirar para el lado correcto, que obviamente no es él. No todos
están con nosotros, ni es conveniente, y los que no lo están son, en ciertas
oportunidades, una sobrecarga que es mejor apartar lo antes posible. En su lugar
queda una flor que nos recordará que, pese a todo, la belleza, la hermosura,
predomina en la Naturaleza.
Somos
relativos
Además,
para perplejidad de lo divino y lo humano, hay veces (no muchas, ciertamente)
en que cambia el viento, y acabamos topándonos de nuevo con aquellos que
dijeron desconocernos con su comportamiento “kinésico” y “proxémico”. Es
entonces cuando las aguas vuelven a su cauce. Mirar, sonreír, y guardar
silencio, cuando algunos nos envían efusivos mensajes, como si nada hubiera
pasado, es una actitud reconciliadora con lo que aquí describimos.
También es verdad que
cabe el olvido y el perdón. En ambos casos, y eso depende de que sepamos elegir
a quién damos segundas ocasiones, nos alzamos con un valor que mueve montañas.
La coyuntura nos dicta qué realizar. Es aconsejable, para tales supuestos, que
estemos preparados con la suficiente intuición: no es cuestión de volver a
errar, aunque esto, es decir, equivocarse, es propio de humanos. A lo mejor no
es para darle tanta importancia a un saludo. Después de todo, somos demasiado
relativos, más de lo que pensamos unos y otros. Ustedes dirán.
Juan
TOMÁS FRUTOS.
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