Escuchaba
el otro día en la radio que la vida es eso que pasa mientras hacemos planes.
Por eso, quizás, no me gusta hacer planes, aunque luego, como a todos, me
encantan que salgan bien. Supongo que es la contradicción en la que vivimos la
mayoría. En todo caso, sí que me complace anticiparme y diseñar un modo de
existencia con el fin de desarrollar aquello en lo que creo y de intentar, en
paralelo, que la felicidad nos alcance de la manera más plena posible, al menos
en lo que pende de nosotros.
Igualmente,
la vida, si bien no siempre la percibimos de esta guisa, es ese cúmulo de
amigos, de gentes que nos quieren, que nos ayudan con sus acciones, con sus
complicidades, a que todo discurra un poco, o un mucho, mejor. Junto a ellos
están los maestros, pocos, que nos inculcan valores y hábitos, destrezas y
aprendizajes con los que nos comunicamos y cabalgamos en singular singladura
por toda clase de caminos, que hemos de procurar que sean beneficios sin hacer
daño a nadie.
Anoche
decía en Cartagena que he tenido suerte, verdadera fortuna, con los compañeros
de viaje. Sí que la he tenido. Como todo hijo de vecino he debido lidiar con
personas poco edificantes, pero hasta en eso ha jugado fuerte el azar: se han
ido poco a poco buscando alimentos inmediatos en otra parte y dejándome cada
vez más libre. No se ha producido, pues, fricción, sino liberación.
Y
reconozco, asimismo, mi tesoro existencial por los maestros que me ha brindado
el porvenir, que con generosidad y devoción me han ofrecido conocimientos, respeto
y buen hacer. Como le decía a Marcelino, incluso en el silencio he aprendido de
ellos, por lo que han ocasionado en concordancia con lo referido, por sus
hábitos y composturas, por ser, fundamentalmente, buenas personas.
Con
esta meditación hacia ellos, los maestros, y también a los amigos, comienzo el
día dándoles las gracias y resaltando que, sin ellos, nada sería igual. La
jornada va por vosotros. ¡Buenos días!
Juan
Tomás Frutos.
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