Todo en la
vida es desarrollo, lo percibamos o no. Nada permanece quieto. La detención es
mala señal, aunque toda norma tiene su excepción. Lo que se estaca acaba
pudriéndose, aunque su aspecto externo sea de algo digerible o precioso. No lo
es. Esta aseveración nos vale como analogía para cualquier comportamiento o
tramo existencial. La pretensión diaria ha de enfocarse para nutrirnos y
elevarnos desde la búsqueda, al menos, de la mejoría sustancial.
Hemos de
considerar el día a día como un intento de crecer. Debemos procurar tener más
altura, y no en el sentido literal, sino en el afán de perseguir más y mejores
perspectivas. Hemos de procurar desde el mismo amanecer cumplimentar las
esperanzas, que han de servir de nexo para llevar a cabo las iniciativas que
nos permitan encandilarnos con la felicidad y avanzar en lo sustancial, en lo
que nos promete resultados interesantes y fructíferos.
Las constantes
que nos mantienen con ilusión han de estar en el frontispicio de cada jornada,
mientras hacemos y/o anhelamos realizar cuanto nos proporciona equilibrio y
mesuradas respuestas a las diversas cuestiones, a veces muchas, que nos plantean
los derroteros cotidianos. Los procesos están ahí: los ritmos penden, en parte,
de cómo los afrontemos.
Incrementemos
las dosis que nos introducen el virus de la jovialidad, que indudablemente nos
amansa, nos hace tolerantes, al tiempo que nos procura ópticas para manejar
intenciones y hechos, y para contemplar con los cristales de la emoción y la
razón relativas, nunca absolutas. No vivamos, por ende, en la esquizofrenia, en
el absurdo, en la crisis de valores que nos trastoca el alma y nos deja flojos,
vacíos. El peso de la división es excesivo.
Podemos llevar
a cabo más opciones de las que manifestamos en nuestro deambular. Consultemos
con entereza las preferencias con las que transitamos para conseguir que haya
unas constantes en los progresos societarios de toda índole. La suma nos vale, la multiplicación igualmente,
sin olvidar las intenciones más o menos consideradas o considerables. Pongamos
las necesidades donde corresponda, y, por supuesto, también las implicaciones.
Incrementemos la voluntad.
No basculemos
inútilmente, ni detengamos las expresiones de bondad con las que animarnos cada
vez que podamos. La historia personal es un cielo estrellado que hemos de otear
y admirar a la vez, porque, mientras practicamos la docencia, que es por y para
siempre, debemos “empatizar” con las magnificencias humanas, que las hay. Somos,
como entes de esta Creación, solidarios, altruistas, cooperantes, buenas gentes
en definitiva. Hemos de procurar el factor sorpresa como acicate ante las
rutinas, nada apetecibles.
Sin miedo
No tengamos,
asimismo, pavor a equivocarnos. Crecemos, y mucho, con los errores, de los que
aprendemos más que de las omisiones, poco edificantes en un mundo que debe
alardear de comprobar y de progresar, pero jamás de no hacer. Los intentos
miden nuestras valentías y nos dan un coraje que aguanta ante tempestades.
Somos más sólidos de lo que meditamos.
Sepamos
juzgarnos por las capacidades, por las destrezas, por las experiencias, que se
podrán emplear en todos los territorios, desde el económico al cultural, desde
lo nimio a lo más relevante. Hemos de cultivarnos con recurrencia las almas,
así como los perfiles físicos, que se han de acompañar de la pretensión de
equidistancia, por la que hemos de apostar.
La vida es un
eterno camino en el que hemos de escoger y de tomar las máximas verdades y
esencias para propiciarnos el contento desde el fomento de la sabiduría y
actuando en la medida de nuestras posibilidades. Intentemos cada minuto ser
dichosos. No estamos obligados a más, pero tampoco podemos consentir menos.
Juan TOMÁS FRUTOS.
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