Pese a la relatividad de lo que nos envuelve en esta Naturaleza de las cosas, hay puntos en los que nos sentimos más convencidos. Todos llevamos en nuestro interior el anhelo de la quietud, del equilibrio, de estar en paz con nosotros mismos. Hay un deseo en todo ser vivo de llegar a tocar, a rozar, aunque sea de vez en cuando, la felicidad. No es sencillo, seguramente porque nos hemos propuesto hacer que todo sea un poco más difícil cada día. Sí, todo en general, y las relaciones en particular. El intercambio de pareceres y de experiencias se tercian llaves interesantes, y, a menudo, únicas, para adelantar a esas rutinas que tanto daño nos hacen por consentidas, por ser frutos de la desidia o del dejar hacer. Hay que jugar a mejorar constantemente, pese a los riesgos que ello pueda suponer.
Los cambios son necesarios. Precisamos subir y bajar, ir en todas las direcciones. Gracias a esos movimientos constantes crecemos, y no nos quedamos secos como aquellos que carecen del entusiasmo y de la valentía de acelerar las medidas de contrapeso ante las distorsiones o los problemas que plantean las diversas etapas de la vida. El coraje debe estar presente. Somos lo que somos, y nos sentimos obligados, o debemos, ante los demás. Hemos de participar a los otros, a los que nos rodean, quiénes somos, y hemos de preguntar sobre los que constituyen nuestra comunidad de vecinos o de personas próximas, así como acerca de sus pareceres, sobre lo que piensan y desean. Hemos de interactuar. Ganamos siempre, pues aprendemos. Está claro, o debería. No debemos permanecer quietos ante tanto conocimiento como nos envuelve. No conocer equivale a no aprovechar los recursos que se hallan ahí.
Luchemos, pues, con todas las armas pacíficas y espirituales que tengamos, desde el intelecto, para que se produzca cada amanecer la voluntad y la realización de esa comunicación que nos hará libres y, sobre todo, más humanos. Crecer tiene que ver con compartir, y compartir es garantía de dicha, que es el argumento principal de nuestras vidas, o debería serlo.
Tengamos en cuenta todos los ingredientes de ese gran plato que conforma la comunicación: emisores, receptores, mensajes, canales, códigos, contextos, distancias, retroalimentaciones, ruidos, pro-actividad, etc. Todo condiciona el mensaje, sus resultados, y todo, por lo tanto, ha de ser valorado.
La existencia se mide por etapas, por su intensidad, por sus frutos. No dejemos al albur de la nada lo que puede ser el “summun”, el todo, o casi. El intento ha de ser la máxima diaria, sin descanso, sin frustraciones: hemos de estar prestos a recuperar el tiempo y a recuperarnos de sus fracasos. Insistamos desde el convencimiento. Consintamos los cambios pausados y sosegados con la comunicación como base. Se conoce mucho así. Como hemos señalado, el convencimiento está ahí.
Juan TOMÁS FRUTOS.
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