martes, 6 de noviembre de 2012

Viajar



            Una de las recomendaciones más nobles y sanas es la de viajar. Es bueno, sin duda, que salgamos para saber que hay más mundo que el nuestro, para intercambiar palabras, para abandonar la soledad, para generar inercias estimulantes... El movernos de un lugar para otro hace que estemos expectantes, pendientes del paisaje, de los imprevistos, de las creencias de los demás, del colorido de otras estampas… Así es.

            La rutina nos provoca relajación, y eso nos invita a perder el compromiso y la capacidad de sorpresa con resultados nocivos. Además, es bueno que, en lo que no podemos planificar, de vez en cuando nos ocurran cosas que nos superan, porque así no tenemos más remedio que aceptarlas, modificarlas, al tiempo que hemos de cambiar nosotros y/o avanzar con fortaleza e ímpetu.

            El trasladarnos a otras realidades nos vuelve más exigentes, más complacientes, más tranquilos con los errores propios y ajenos. No todo se puede controlar: eso lo advertimos en cuanto salimos de casa, de nuestro ecosistema.

            Cuando no estamos en nuestro contexto somos menos soberanos, podemos menos, y somos testigos y notarios de cómo progresamos, porque podemos y debemos, incluso a pesar de calcular, de querer calcular, cada minúsculo movimiento. La improvisación desde una base planificada supone incentivar el ingenio y la imaginación, no permitiendo que caigamos en la desidia, en el hastío o en el dejar hacer como premisa, que no siempre nos logra dar elocuentes resultados.

            Viajar nos regala el conocimiento: es todo un máster. Nos brinda espacios nuevos, así como gentes sencillas y complejas, teoría y práctica. Las diversas etnias, los diferentes avatares y localizaciones, nos regalan un aprendizaje que no tiene precio. Es lo que luego, con el tiempo, percibimos como el valor de la experiencia.

            El fracaso y el acierto, los dos lados del círculo de la vida, se experimentan mucho más ventajosamente cuando nos trasladamos por los confines de realidades un poco menos conocidas. Implican más fragilidad, y ello comporta docencia. El vivir en el mismo sitio no solo es poco enriquecedor, sino que también nos puede ocasionar ciertas obsesiones por excesos o por defectos. No es bueno que aceptemos ser descuidados, y tampoco lo es que seamos “puntillosos” de manera extrema. Cuando hay variedad no buscamos la perfección, que, de hallarse, no acontecerá porque estemos pendientes más de lo debido.

            El paisanaje, esto es, lo más accesorio, la intrahistoria, la que hace que las cosas tengan un sentido aunque no constituyan los aspectos más cruciales, se captan más viajando que estando inmóviles y analizando lo que otros han visto y vislumbrado. Hay toda una lectura entre líneas que nos viene cuando somos capaces de mirar más allá, superando las reiteraciones de una existencia que ha de ser edulcorada con inspiraciones y opciones que nos vienen, entre otras posibilidades, por no estar quietos en el mismo punto.

            Tampoco se trata de ir de un sitio para otro con inquietud y vehemencia. Dejemos que el mundo se mueva a su ritmo, y procuremos acompasarlo al nuestro sin prisas, pero sin parar tampoco. No soñemos en demasía y vivamos con creatividad e ilusión esos años que, como nos repetimos, pasan muy deprisa. Pasan, ¡vaya que sí!, raudamente. Intentemos, al menos, que tengan un valor, que cuenten. Eso es.

Juan TOMÁS FRUTOS.

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