El
mundo está lleno de alegrías, pero también de tristezas. No sabría colocar, ni
debería, porcentajes sobre si hay más de unas que de otras. Tampoco me atrevo a
hablar de equilibrios o de desequilibrios. Lo que sí es cierto es que hay actitudes
y aptitudes que definen si estamos contentos o todo lo contrario: todo depende
precisamente de cómo afrontamos el día a día, con sus claros y oscuros.
En
algún momento he hablado de la necesidad de la inteligencia emocional, y
también de la intuición, que no solo nos permite adaptarnos, y, a veces, el
sobrevivir (hablo figuradamente, claro), sino también avanzar desde la
perspectiva de no perder el tiempo en llorar por el pasado cuando lo que
debemos hacer constantemente es aprender de lo pretérito para mirar el futuro.
Pensemos
que no todo se ha de entender. Me explico: no todo en tiempo y forma, en el
espacio y en las circunstancias en que ocurren unos ciertos eventos. A menudo
debemos dejar pasar lo desarrollado para que sea la óptica histórica la que
contribuya a decirnos lo que somos, quiénes pretendemos ser y hasta qué punto
suceden o deben acontecer las cuestiones básicas que nos circundan. Lo
relevante, no lo olvidemos, es que saquemos partido a la existencia, tan
fungible ella.
El
contexto es esencial para saber que nos trasmite el mensaje de una coyuntura
determinada. Como es fundamental analizar sus cercanías, sus distancias
igualmente, sus interacciones, sus opciones, sus voluntades, sus conceptos
primordiales, sus disposiciones y disponibilidades...
Hay
muchas travesuras que compartir en el escenario de la vida, y muchas
conquistas, y algunas pérdidas en paralelo. De todas ellas aprendemos: debemos.
Experimentar la emoción del momento es una suerte de gracia porque nos hace
sentir el dinamismo de lo que tiene relieve, esto es, de aquello que nos aporta
algo en lo objetivo y/o en lo subjetivo.
Capacidad de aprender
Dicho
todo esto, ocurre de vez en cuando que la vida nos oferta causas, consecuencias
y/o situaciones que nos superan, suplantan o corresponden con un grado de
injusticia (o eso pensamos), porque el esfuerzo propio o colectivo (o eso
interpretamos) estaba dirigido al bien sin más pretensión que el deber
realizado.
Lo
que distinguimos en ocasiones es que, ante hechos de ejemplaridad o excelencia,
nos devuelven rupturas o silencios, querencias amargas o desatinos que,
insistamos, podríamos merecer, pero que en todo o en parte se podrían mitigar o
reducir con una conveniente comunicación. Esto es, singularmente, lo que más
nos falta hoy en día: capacidad para introducirnos en una esfera de aprendizaje
desde la habilidad para compartir y para ceder en planteamientos iniciales.
¡Ojalá
pudiéramos divisar los beneficios de la unión, de la comprensión solidaria y
coparticipada! Seguramente si interiorizáramos los frutos del conjunto, así
como los buenos resultados de ciertos puntos de sosiego y de soledad, daríamos
con una caja de soluciones a muchos de los problemas que afrontamos, que tienen
que ver con el individualismo a ultranza, la tozudez y el poco ánimo de otorgar
positivismo a los otros en nuestras tareas cotidianas.
Muchas
incomprensiones (que no suene a justificación, sino a explicación) se
relacionan, en su origen, con el poco anhelo de querernos y de entendernos a
nosotros mismos. Hagamos reflexiones y balances, y veremos que es cierto. En
todo caso podemos mejorar.
Juan
Tomás Frutos.
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