Paremos, por
favor. Sólo nos hemos de dar un instante eterno para reflexionar sobre uno de
los últimos episodios vergonzantes para la raza humana: me refiero a la guerra
fratricida en Siria. Se trata de un conflicto que ha costado 18.000 muertos,
que se han producido en un período de 17 meses. Se insiste también en que
habría más de 200.000 desplazados o refugiados en países del entorno. Los datos
son de la Organización de las Naciones Unidas. Aparecen en todos los medios de
comunicación día tras día, como parte del entorno social que estamos creando en
esta contradictoria globalización.
Las dos partes
en conflicto se están matando en una lucha, dicho sea de paso, absolutamente
desproporcionada, mientras las instituciones internacionales debaten sobre qué
hacer, casi como esos buitres del Libro de la Selva, que se pasaban toda la
jornada preguntándose qué podrían realizar sin obtener más respuesta que el
mismo cuestionamiento.
Las
televisiones de todo el mundo nos cuentan a diario, y nos muestran en sus
informativos, unas imágenes de absoluta y absurda impunidad y de vergonzantes
matanzas que no parecen tener fin. Hay atentados por doquier, en un
enfrentamiento desigual que, como siempre, paga la sociedad civil. Se repite una
locura de muertes que nos bañan en lo más ignominioso.
El papel de la
ONU, una vez más, ha sido de invitado inútil para conseguir llegar a un
acuerdo. El protagonismo de China y de Rusia, con sus derechos de veto de
carácter feudal, demoran una solución a una pugna que cuesta vidas todos los
días, muchas vidas humanas.
Es verdad que
hay condenas de diversas instituciones supranacionales, entre ellas la Liga
Árabe, y hasta un ciudadano tunecino se inmoló buscando más protagonismo y
movilización para detener el conflicto armado sirio, pero no ha podido ser.
Bueno, entendemos la mayoría de la ciudadanía mundial que no se ha querido: no
se ha consentido presionar como se debería al régimen de Bachar el Asad para
poner fin a esta catástrofe humana.
Los cadáveres
se siguen apiñando, día tras día, por las principales ciudades de Siria, unas
imágenes que se ofrecen en horas de máxima audiencia, y dan, claro está, más
audiencia. El ser humano (no es cuestión de cambiar la denominación ahora y
aquí, pero es lógico pensar en su carácter paradójico) experimenta un
desequilibrado deseo de ver lo repugnante, y, aunque todos lo negamos, los
datos de los medidores de audiencia, de esos condenados audímetros, son
implacablemente certeros a la hora de perfilar a los consumidores de la
televisión. Una contradicción más.
Ha habido
soñadores desde que el mundo es mundo, y, fundamentalmente, en los últimos
siglos, con los avances, con los nuevos descubrimientos técnicos, médicos,
mecánicos, informáticos, etc., que nos han llevado a pensar que los conflictos
armados llegarían a su ocaso. Lejos de ser así, tenemos actualmente más de 30
guerras vivas, con millones de muertos y de desplazados por doquier, con una
ruptura de la razón que, como a Francisco de Goya, nos produce monstruos.
Lamentable.
Entretanto,
sigue la Guerra Civil en Siria, una guerra cercana por geografía, por historia,
por intereses globales, por el desprecio que supone hacia los hombres y mujeres
que creemos en la igualdad, en la fraternidad y en la libertad de los pueblos.
Las revoluciones francesa y americana, con el tiempo, nos quedan distantes
hasta en el espacio.
Es una
vergüenza que nos escondamos tras el parapeto del odio, de la negligencia, y de
los objetivos económicos, en forma de actitudes pacifistas y
pseudo-democráticas de respeto a la soberanía de cada nación. Por encima de las
leyes injustas y de los desalmados están nuestros conciudadanos, que no pueden
ser discriminados por razones de su raza, de su credo, de su nacionalidad o por
otras consideraciones. Merecen la paz, merecen vivir, y merecen saber que somos
capaces, desde la inteligencia, de darles, de darnos, una segunda oportunidad.
Si ellos no la tienen, nosotros lo tendremos difícil para dar con opciones y
suficiencias. Sé que los cálculos de los que manejan geo-estrategias son otros,
pero, creedme, como bien sabéis, están equivocados, muy equivocados.
Juan TOMÁS FRUTOS.
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