Hemos
convertido la vida actual, al menos en el primer mundo (por extensión, a los
demás), en un constante espectáculo donde el ritmo trepidante a veces, casi
siempre, nos impide un cierto margen de reflexión sobre lo que está sucediendo.
“Las prisas son malas consejeras”, reza el tradicional aserto.
El
conflicto, los enfrentamientos, los engaños, las carencias, las caídas, las
violencias en sus diversas formas, aparecen como testimonios y protagonistas
destacados en los diarios, en las emisiones de radio, y también en las de
televisión, a menudo las de mayor calado e influencia social.
La
controversia ciudadana, las señales de escasez, y los golpes de la existencia y
de su mundanal ruido nos atrapan con sus devenires y circunstancias a modo de
algo inevitable. Entramos, así, en rutinas que nos quitan el sosiego y nos
introducen en una espiral de dolor, de pena, de miedo y quizá de más cosas que
no logramos ni controlar.
Los
que deberían salvaguardar nuestras vidas nos adelantan el paso, y todo parece
que se rompe en el camino, como esas frágiles escaleras que separan montículos
en las selvas de nuestras adolescencias. Es increíble el grado de
conflictividad que nos estamos “regalando”, por decirlo de algún modo.
La
tormenta imperfecta se sucede en los informativos audiovisuales, y apenas
quedan momentos, noticias, para el sosiego, la reflexión y/o la ilusión. Falta
dinero por doquier, falta trabajo, nos faltan al respecto y a la dignidad que
deberíamos, cuando menos, tener. Los
modelos de pugna nos deshacen las almas y vemos lamentaciones que son reales
porque las condiciones actuales son de gran esterilidad. La pregunta es: ¿cómo
hemos llegado a esta coyuntura?
Superemos
las distancias
La
vida se ha convertido en un espectáculo donde la supervivencia es una cuestión
recurrente, y eso acaba siendo demasiado agobiante, así como un factor de gran
negatividad dispuesto a atrofiarnos. La saturación informativa produce desinformación.
Por ahí andamos: no me gusta nada, pues nos estamos distanciando con medias
verdades, que pueden ser las peores mentiras. Superemos lo que nos ocurre.
La
incredulidad y la impotencia a la hora de tomar medidas efectivas parecen ser
dos impresiones que se resumen en una: la historia cotidiana nos supera. El
espectáculo de desidia y con ciertas dosis de infamia nos ha ganado la partida,
lo cual tiene nombres y apellidos. A veces creo que esa caída en barrena
inevitable es, precisamente, la impresión que alguien nos quiere dar, o que nos
queremos otorgar como sociedad, en una perspectiva absolutamente destructiva de
un panorama que, en verdad, es complicado y difícil.
No
obstante, pese a todo, aunque esta etapa
sea desoladora, hemos de seguir. En palabras del recordado Freddie Mercury, y
parafraseando la terminología aquí empleada, el espectáculo, el bueno, el de la
vida, debe continuar. Lo importante es
que el coste no prosiga elevándose, que todos estemos en una piña para que no
se queden franjas sociales descolgadas, con el fin de que superemos, como en
los más lindos episodios históricos, todos esos avatares juntos y con niveles
adecuados de humanidad y de bondad, de modo que la felicidad sea un bien
compartido. No lo puedo concebir de otra manera. Así, pues, si ha de
desarrollarse un espectáculo que sea el de la solidaridad y el amor, aunque
suene a tópico. De él se desprenderán los más jugosos resultados.
Juan
TOMÁS FRUTOS.
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