Todo comunica, y más aquello que se mantiene pese al transcurrir de las etapas de la vida, tan cortas a menudo, pero, en todo caso, tan intensas. Pensar en las mejores vacaciones de mi infancia es acordarme de los veranos en casa de mis abuelos paternos. Es irme a aquel rincón de la Huerta de Murcia, a ese Llano de Brujas de tanto misterio (el nombre evocaba un pasado de leyendas) donde la promesa de la felicidad completa era una rutina cotidiana. Desde el amanecer limpio y pleno de sonidos de los pajarillos con vidas recién estrenadas hasta esas acequias de aguas serpenteantes que nos conducían a naranjos, limoneros y frutales, todo se terciaba milagrosamente sencillo y en plenitud.
La agreste y verde Huerta murciana tenía en aquella pedanía, junto al río Segura, un emblema de experiencia medioambiental y de libertad. La fauna y la flora crecían en una especie de jungla ordenada por milenarias tradiciones en el cultivo de la tierra, y todo daba la sensación de flamantemente creado, de pura vitalidad.
Allí era yo, yo mismo, sin la cautividad de las aulas de aquellos años, sin un entorno de obligaciones imprecisas e incomprensibles. El orden del día lo establecían el Sol y la Luna, y, entretanto, gozaba del conocimiento de los seres vivos como nunca antes había hecho y como nunca después he sentido.
Recuerdo, como el poeta, que allí, en esas largas vacaciones de dos meses, aunque también dedicaba tiempo al estudio y a la lectura de clásicos infantiles como Tom Sawyer, el cielo era más azul: era el cielo de la niñez. Por eso recuerdo aquellos tiempos con tanta nostalgia, pero, ¡ojo!, sin tristeza.
Los viví, y, como García Márquez, lo confieso.
Juan TOMÁS FRUTOS.
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