Me muestran un video en la
televisión, en uno de esos informativos de máxima audiencia, donde contemplamos
a un ser humano apaleado por otro. Sin entrar en grupos sociales, sí hemos de
resaltar que el agredido es un indigente que duerme bajo el techo de un
habitáculo privado. Es un pobre de la tierra huyendo del frío y persiguiendo un
poco de descanso.
No termino de entender la
agresividad de un paisano con otro: uno fuerte, con las circunstancias de su
lado; el otro, debilitado por las condiciones una existencia que, a veces, nos
marchita antes de tiempo sin que haya una causa aparente.
Los hay quienes opinan sobre lo sucedido. Aunque
tengo claro que debemos estar del lado del débil, hay pareceres de todo tipo.
Incluso observo a aquellos que, con asepsia, nos dedican sus imágenes
cosechadas de agencia para, sin supuestamente interpretar, dejar a nuestro
libre albedrío el análisis de esta situación. Pese a su cierta valentía, es una
actitud fácil.
Mientras tratamos de interpretar lo
que está ocurriendo, siguen los golpes a ese mendigo, y, paralelamente, otra
persona lo sujeta. Todas las manos son pocas para romper la crisma al entregado
a las circunstancias. Es pura antropología. Defendemos nuestros feudos,
nuestras seguridades, nuestras formas de vida, el “status quo”.
Suenan los golpes, nos suenan
estruendosamente, y hasta los gritos del desdichado, a pesar de que las
imágenes no tienen sonido del ambiente de hostilidad que estamos viendo. Las
estampas que visibilizamos provienen de una cámara interior de un “hall” que no
tiene audio. Casi mejor que no se oiga nada de verdad. Ya sin escucharle los
alaridos nos muerden hasta las entrañas.
Por desgracia, nos hemos convertido
en una sociedad violenta, controladamente violenta, donde trazamos márgenes de actitudes
deleznables para aparentar que no se nos van de las manos. Entretanto, esos
desalmados siguen golpeando a un pobre que tuvo la mala suerte de hallarlos en
su camino.
Recuerdo esto al tiempo que vivo las
prisas de quienes dejan los coches en medio de la vía para hacer alguna
desconocida urgencia sin que les importe poner en peligro la salubridad de
quienes pasean por el entorno. También experimento cómo me choca (literalmente),
sin querer, una enorme chica que, cuando sale a la calle, no ve a nadie, y
menos a mí. Mientras mira a su teléfono móvil, mientras juega o manda mensajes,
pasamos el mundo a su alrededor, y es, precisamente, su alrededor el que tiene
que tener miedo de no ser arrollado.
Sabes, porque
lo sabes, de su infortunio, de lo que le espera, pero, entretanto, ella, sin
mirarte, advierte que te gana la partida, y eso es lo que le importa: te
golpea.
Estamos en una pura contradicción. Necesitamos
la colaboración de todos (aunque manifestamos ignorancia de ello), hasta para
hacer cola con el fin de entrar donde fuere. También aquí hay prisa: alguien de
atrás grita que no estamos a la altura de sus circunstancias. Aparece otro
golpe, aunque sea verbal.
Es ésta la vida que estamos
trazando: hay demasiada competencia y una insensatez minoritaria que hace más
ruido que la tolerancia mayoritaria. Puede que haya habido excesivos silencios
ante estas imposturas, y puede que haya llegado el momento de introducirnos a
todos en razón. Sí, todos con todos, voluntariamente, buscando pacientemente lo
mejor de cada cual. Hemos de girar un poco.
Nos atormentamos desde la inutilidad pensando que es
la salida, cuando la violencia y la insolidaridad son los pases, los billetes
de entrada, para el cansancio y el inmovilismo. Hagamos pedagogía para evitar
los conflictos de todo tipo, sobre todo los insulsos, los que no tienen ni base
ni objetivo alguno, si es que alguna vez lo ostentan. Hay otra filosofía
pendiente. Seguro.
Juan TOMÁS FRUTOS.
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