Ello nos ha de servir para pensar en
que esa igualdad ha de darse, asimismo, en los derechos y deberes que
protagonizamos y/o representamos, esto es, ha de vivirse de veras. El recalcar
esto es porque no siempre se contempla así, lo que equivale a reseñar que no se interpreta en la medida
que sería menester. Fijémonos en la ingente relevancia de la defensa de la
igualdad que es, como concepto, y, más aún, como realidad, una apreciación
moderna máxima, singularmente necesaria y sostenible. Son las Constituciones
Liberales, y sobre todo las Democracias del Siglo XX, las que consagran la
igualdad donde antes sólo veíamos, o consentíamos, diferencias de clases,
estamentos, escalafones, o desigualdades en definitiva.
Por este reconocimiento, por esta defensa de la
igualdad ante la Ley, estos textos normativos son denominados Cartas Magnas: lo
que hacen es cimentar las bases de esos universales que giran en torno a la
idea, a la realidad, de que el hombre, la mujer, son iguales con independencia
de su nacimiento, de su raza, de su credo, de sus finanzas, de su nacionalidad,
de sus ideas, de su residencia, de sus cargos, de todas sus circunstancias y
condiciones sociales.
La felicidad, ese afán por el que
luchamos desde que nacemos, incluso sin saberlo, se basa en la justicia, en las
oportunidades para todos y cada uno, en corregir las vicisitudes que marcan los
devenires de lo propiamente humano, que, en su quehacer desmedido por crecer y
multiplicar todo a su alrededor, a menudo amasa más de lo que puede, y, en todo
caso, más de lo que debe, dejando a otros al albur de mil batallas que nos
hacen caer ante la balanza de la igualdad.
La hermosura de la vida
Los agobios en los que a menudo sucumbimos, o las
premuras, o los hábitos a la hora de aprender y de ser entre los demás, pueden
hacer, consiguen de hecho, que no advirtamos lo que sucede alrededor, y por eso
es factible que ocurra, porque acontece, que no divisemos a los otros como las
personas que son: recordemos que cuentan tanto como nosotros, tanto como
cualquiera, probablemente con más tutela de sus derechos cuando se hallen en
indefensión o inferioridad, como reza la Ley. Meditar sobre ello es
caracterizar lo que nos diferencia del resto de los seres de la Creación, esto
es, nos permite saber de la hermosura de la vida, experimentarla en todos sus
poros, desde la similitud connatural.
La grandeza del ser humano está en
el reconocimiento de sus posibilidades y limitaciones. El gozar de un
bienestar, de la salud, de buenos resultados en sus tareas, es un regalo que
hemos de saber apreciar desde la máxima de que lo óptimo está ahí para ser
compartido, al menos en sus opciones esenciales, por y para los demás. Somos
iguales, y de ello deberíamos sentirnos muy orgullosos. Hay motivos.
Juan TOMÁS FRUTOS.
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