La lucha del hombre con el mar, en sentido real y
figurado, ha sido una constante en la Literatura y en el arte en general. Desde
la famosa narración de Ernest Hemingway con su “El viejo y el mar”, pasando
antes por la obra de Herman Melville Moby Dick, hasta historias tan
contemporáneas como “La tormenta perfecta”, hemos asistido a la pugna eterna
entre las fuerzas de la Naturaleza y el Ser Humano, a menudo en una lucha
desigual, agónica y llena de símbolos.
La pesca es un arte ancestral que ha tenido
significaciones de toda índole, hasta religiosas. Recordemos como a los
Apóstoles Jesús los llamó “pescadores de hombres”. La apuesta en este recorrido
interpretativo, en este quehacer, es máxima. Lo fue, y lo es.
La mar, su contenido y su continente, ha sido
siempre una despensa de la cual aprovisionarnos. No sé si ahora se entenderá el
ejemplo, pues estamos acabando con las provisiones naturales de este planeta,
pero no es de eso, aunque deberíamos, de lo que estamos hablando ahora.
Aludo al honor que hay en la superación, al
equilibrio que existe en la búsqueda de quién es uno, con sus debilidades y
fortalezas. Hablo de entrega, de lucha entre iguales con el afán de conocernos
superando el conflicto, que nunca ha de ser la norma, como parece que lo es hoy
en día. El fin nunca justificó los medios. No olvidemos que, por otro lado, no
siempre podremos calcular lo que hallemos por el camino.
Somos pescadores de ideas, de buenas acciones, y en
todo ese proceso hemos de convocarnos para que la mesura y la buena intención
presidan las tareas humanas. Desde el
sentido religioso, social, cultural, intelectual, personal, colectivo, etc.,
ninguno de ellos excluyentes entre sí, todos intentamos formar parte de la
faena de la pesca, porque emprendemos iniciativas compartidas, porque queremos
vernos involucrados en proyectos comunes, propios o de otros, porque ansiamos
la felicidad, para la cual hemos venido a esta dimensión, una dicha que no ha
de ser entendida desde una óptica meramente hedonista.
No olvidemos tampoco que en el arte de la pesca desarrollamos
las más nobles pretensiones, si ponemos voluntad en ello. Hablamos de trabajo
en equipo, de compañerismo, de ayuda a los demás, de respeto al cuerpo y a la
mente, de concentración, de conocimiento de los ámbitos interiores y exteriores
de nuestros entornos… El medio ambiente se convierte, cuando tenemos almas de
pescadores, en nuestro propio ser, y por eso lo admiramos y lo respetamos más.
Un pescador no abusa del ecosistema: entiende que tiene que optimizarlo y conservarlo
a la vez. Su futuro, el de sus hijos y nietos, depende de ello, y lo sabe, y
demuestra que lo sabe con hechos.
De vez en cuando ocurre que los pescadores caen en
la lid, y perecen, pero no del todo. Quedan sus huellas en el camino que es la
estela en la mar. Quedan otros miles, millones (de cara al futuro), de
pescadores prestos a seguir el testigo en esa carrera de obstáculos que es la
vida. En el recuerdo, en la lucha sempiterna, siguen los viejos pescadores de
Hemingway y de tantos otros que supieron conformar las más hermosas gestas,
siendo héroes sin saberlo, por ser, y eso sí lo intuían, ejemplos para sí
mismos y para los demás.
Muchos pescadores nos protegen y enseñan todos los
días, nos alimentan en el sentido literal y figurado, y constituyen auténticos
modelos de vida. Si usted, amigo lector, tiene uno cerca, deje todo lo que
tenga que realizar, al menos durante un tiempo, y siga a esos pescadores. Le
enseñarán más de lo que valorará en lo inmediato. Después de todo, este planeta
de prisas nos habitúa a ver a gentes como los pescadores como si fueran ciudadanos
y ciudadanas transparentes. Lo creamos o no, sobre todo ahora en esta loca
crisis, no podemos permitirnos el lujo de no interpretar dónde están los
auténticos pescadores. Miremos más y mejor.
Juan
TOMÁS FRUTOS.
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