Estamos estos días metidos en plenas
Olimpiadas, esto es, en unas abundantes competiciones donde, como es lógico, se
busca la gloria de ser los mejores, de alcanzar los primeros puestos, en las
más diversas modalidades deportivas. Como constantemente podemos comprobar, el
ser humano es capaz de proezas que, a veces, se acercan a lo imposible, y que,
en la mayoría de las oportunidades, son propias de héroes conocidos o anónimos
por su fuerza, su voluntad y los logros que se obtienen, fundamentalmente en
los planos anímicos y espirituales. Podemos mucho, más de lo que decimos, y eso
que decimos y también demostramos cada jornada que podemos bastante.
Todos los días, siguiendo el ejemplo
de los Juegos Olímpicos, estamos viendo a seres humanos que se entregan a la
competición, a la lucha contra sí mismos, a las carreras, a los saltos, a las
muestras de fuerza y de resistencia, etc. Los observamos con su gloria efímera
o duradera, con sus éxitos, que son, según nos decimos, un poco de todos,
especialmente cuando vestimos los mismos colores nacionales de los ganadores
(lo que no deja de ser una manera de sentirnos distintos, siendo, como somos,
tan iguales: ¡es una paradoja!).
Sin duda, el ser humano es
excepcional. Lo es por lo que tiene de positivo (prefiero ver, al menos hoy,
este lado, esta cara, sabiendo como sé que hay otras facetas extraordinariamente
patéticas). La capacidad que poseemos
para sobrellevar cargas pesadas se advierte en los cientos, en los miles, en
los millones de ejemplos que constatamos periódicamente.
Somos capaces de aguantar todo tipo
de adversidades y de pensar, incluso cuando la complicación y la confusión son
extremas, que podemos mejorar, transformarnos y hasta solventar los variados
problemas que nos circundan y/o acosan.
Uno se da la vuelta por cualquier
lugar y divisa a personas intentándose ganar la vida en condiciones precarias,
aguantando el fantasma, real, del paro, viendo como se pierden circunstancias
de toda una vida, contemplando cómo se enfrentan muchos congéneres a problemas
de salud, conociendo la fuerza que albergan los humanos para sufrir las más
diversas carestías y/o adversidades. Somos muy fuertes, muy poderosos.
Todos los días miles de paisanos
nuestros vuelven a buscar un trabajo que no llega. Cada jornada salen a la calle
muchos ciudadanos para conseguir algo que comer. Cíclicamente nos enfrentamos a
problemas de salud, a desigualdades, a injusticias, a cambios, elegidos o no,
buscados o nos, que nos desorientan y que nos hacen recomenzar de nuevo. La
vida es lo que es, y como es. Nos planteamos muchas cosas, sí. Nos agobiamos
incluso, sí. No obstante, al final salimos adelante en la convicción de que
juntos, sobreponiéndonos, somos muy capaces de superar los obstáculos y los
grandes y graves problemas que nos hacen hincar y hasta doblar las rodillas.
Hay campeones por doquier: campeones
que muestran sus mejores caras a sus hijos y a sus vecinos, aunque las
condiciones sean austeras; campeones que ganan la partida a la falta de salud,
y que, incluso cuando la pierden, son triunfadores en el ademán; hay campeones
porque se alegran, cuando les golpea la existencia, de poder aguantar el
bofetón recibido; hay campeones que cambian las lagrimas por alegría, que se
explican con verbos activos ante la intransigencia y la pasividad de muchas
gentes…
Hay muchos casos, miles: son la mayoría de los
ciudadanos/as, aunque generen más silencio que otra cosa. Son nuestros héroes,
nuestros campeones de verdad, somos nosotros, son nuestros vecinos, conocidos o
no, son los que nos saludan en el supermercado, aquellos que hallamos a la
entrada de una sala de cine o en la comitiva del carnaval al que asistimos el
fin de semana pasado… Bailan ante la vida. Nos los encontramos cantando en un
atasco, ayudando a pasar a los abuelos por los pasos de cebra o viendo qué
ahorros pueden compartir con los que menos tienen. Parecen la excepción, pero
son la norma, la normalidad que no busca protagonismos en los medios de
comunicación.
Poseen, nuestros campeones, un inconsciente coraje,
o puede que sea una fuerza medida que no nos quieren explicar para que nadie
les arrebate su forma de ser. Son, como digo, los mejores, aunque no se
muestren mejores que nadie, no más campeones que los demás. Son los que
precisamos cada día, porque, sin ellos, nada tendría sentido. Puede que, sin
ellos, no tuvieran sentido ni las Olimpiadas.
Juan TOMAS FRUTOS.
P.D.: A mi eterna amiga Águeda, ahora que, con el
paso de los meses, me atrevo a decir, a decirme, que le echo de menos.
Compañera, supiste luchar como una campeona, y, como
una heroína, siempre te recordaré.
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