jueves, 19 de junio de 2008

La madre y la hija

Es sábado, un sábado más, o uno menos, en todo caso unas horas encasilladas en una jornada repleta de vida. Estoy trabajando, con los elementos cotidianos, con las experiencias de una labor que reproduce folletos y modelos sencillos, repetidos, poco originales. Supongo que nos perpetuamos tanto que mejoramos lo rutinario hasta límites insospechados. Es por la tarde, esa tarde plácida y serena que a todos nos gusta tener en un fin de semana, pero, eso sí, sin trabajar. No obstante, es lo que hay: la elección no siempre es posible, y, a menudo, puede que no sea ni deseable. El viento mueve los árboles. Lo veo desde mi ventana, por donde se me escapa la mirada, en un intento de no estar en lo material. Veo a una niña de unos cinco años jugando, corriendo de aquí para allá, ensimismada en experiencias que no recoge, con algo entre las manos, una especie de muñeco de moda con algún tipo de fetichismo, imagino. Estoy muy distante de esa situación infantil, y no sé por dónde andan los personajes de los que son fanáticos los peques. Su madre la mira, se divierte, le habla… Están lejos: no acierto a comprender lo que se dicen. Quizá se entiendan sin hablar mucho, lo cual quiere decir que los humanos perdemos con la edad: con los años murmuramos y gritamos más y más, y el entendimiento se aparta igualmente al mismo ritmo. Son la pareja ideal, me reitero. Es muy hermoso ver vida entre vida. La progenitora se siente bien: se le ve en la cara. Parece manifestar que está delante de la Gran Creación, de su Gran Creación, de lo mejor de lo mejor. Es absolutamente feliz. La fantasía, para ella, se ha hecho realidad, y lo pregona en silencio. No hay soledad en su existencia, y así se ve en sus ojos, que, aunque con recovecos de melancolía, se sienten en paz con todo y por nada. Es agradable la panorámica que me brinda hoy mi despacho. El aire está limpio, probablemente porque llovió un poco a la mañana, o por la noche, o el día anterior. No importa, creo. El colegio que hay al lado está vacío, y ello hace que la escena sea más simbólica, más fuerte, más penetrante. Parece como si el destino hubiera entresacado para mí a una bendita niña que ni conozco y que, en solitario, me hubiese ofrecido la energía y la esperanza de esta etapa de la vida, que es una auténtica reina. Me siento bien con la estampa. Estoy como absorto. Es emocionante reflexionar sobre las bondades de lo humano. Son un ejemplo, y no lo saben. Cuando medio mundo se mata, y el otro se deja matar, cuando todo el mundo corre en busca de unos tesoros que se hundirán en las profundidades de los desalmados, que también se irán de esta dimensión, cuando todo está al revés, cuando no parece que haya buenas perspectivas, cuando los augurios suenan y huelen a podredumbre, a sollozos y a guerra, ellas son mías, perfectas, bellas, hermosas como el Cielo. De pronto, la niña se echa en brazos de la madre. Ésta la coge, y emprenden el camino a un hogar, para mí imaginado y ni siquiera pretendido. Desaparecen poco a poco en el horizonte recortado por unos edificios que hoy se presentan innobles. Ha sido breve, pero intenso. Se han esfumado. Espero que vuelvan mañana. Estaré para observarlas, y, en todo caso, para recordar estos instantes de gran suerte y ventura. Las imágenes que he captado esta tarde, la información que me han mandado, las señales que me han procurado, me han devuelto por unos minutos a la dicha de estar aquí. Doy las gracias por esta bendición, como siempre, pero en esta ocasión me doy cuenta de que no es un sábado más. Soy un poco más persona, y viajo, entre las apartadas rutinas, con esa madre y esa hija, desconocidas del todo, pero, sí, un ideal de convivencia.

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