lunes, 23 de junio de 2008
Mis fantasmas
Llega la Navidad, y me vuelvo, como muchos, el más melancólico del mundo. Echo en falta a gentes que se fueron, que no están, que no volverán, que no serán en esta dimensión. Miro a los que me quieren, y recuerdo también cuanto me querían ciertas personas que tanto me ayudaron y que me estimaron como a sus propias vidas. No están, ahora no están, por desgracia. Sufro un “hueco” que me causa pena y me derrite. Mi imaginación viaja con frenesí, y colmo la bolsa de la tristeza. Recuerdo la mirada de mi abuela Josefa, su sonrisa, sus comentarios, su entrega, sus fracasos, sus elecciones, sus éxitos reflejados en nosotros, su gran amor por su familia querida... Fue todo para mí, como mi madre, más que eso, y viaja conmigo desde hace veinte años: está muy dentro de mí, y mis triunfos son suyos. Creo que se los debo más que a nadie. ¡Me enseñó tanto!: de ella tengo el valor del sacrificio y el apego a la familia. Me educó hasta cuanto no me decía nada. No están mis otros abuelos, a los que amé por llevar su sangre, por sus enseñanzas, por sus cariños, porque llenaron mi infancia y la hicieron, con poca cosa, muy feliz. Me educaron para disfrutar de lo más nimio, y, sobre todo, como mis padres, me enseñaron a ser decente, a confiar en las gentes, a ser solidario, a pensar en los otros, a tener memoria, a no despreciar ni a los que cometen los más atroces errores... Me dieron los parámetros para ser persona, y lo único lamentable es que no los superé, como ellos habrían querido. Fueron extraordinarios. Echo en falta a la última abuela que se me fue: mi abuela Lola. La veo todavía admirándome, recreándose en sus nietos, siendo la auténtica "jefa" de un clan en vías de extinción. Fue una "madonna" vocacional, y supo llevar con entereza las heridas de la vida, que no siempre viene como uno desea. Fue toda una señora desde la humildad de sus circunstancias. Sin duda, de su inteligencia y de buen hacer aprendimos todos. Todavía lloro pensando en ella: el vacío está ahí. Recuerdo también a esos maestros que no están, a mi primo Antonio Frutos Pelegrín, que fue un segundo padre, al que debo tanto. No pasa un día sin que piense en Arturo, la persona más maravillosa de esta Tierra: fue un bohemio inteligente que me mimo como a un hijo. Podría hacer infinita la lista, ese recuento que me jalona el alma y hace aflorar mucho sufrimiento y que, en contraste, también me desborda de alegría. Son sentimientos ambivalentes. Son muchos los fantasmas queridos que viajan con uno a lo largo de su existencia. Son unos hados y unas hadas excelentes que justifican muy mucho todo lo que hacemos diariamente. A ellos van estas líneas de hoy. Les debo tanto que me fundo humildemente con sus historias, que intento continuar con la mía. Espero que el Gran Dios les tenga en su gloria. Aquí, mientras yo esté, no se extinguirán sus llamas. Si me lo permiten, un beso y un abrazo muy grandes para mi primo Pedro Roca, que tantos méritos hizo y al que aprendí a valorar. Por él, por todos ellos, y por muchos más, es Navidad.
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