jueves, 19 de junio de 2008

Un adiós

La suerte amorosa tiene de todo, menos suerte. Cuando los Dioses del Olimpo se empeñan en que caigamos en las redes de Cupido, lo hacemos como borregos, como torpes humanos que dejan aparte su enorme preparación, sus análisis, sus estudios, sus proyectos y sus sabidurías, para dar paso a un comportamiento de entrega que nos hace, inevitablemente, más vulnerables. No digo yo que esté mal, que no está mal, que está muy bien. Ante todo, es claramente cobarde no intentar una relación con alguien que lo merece. Si lo vemos, debemos intentarlo, y, en ocasiones, aunque no lo veamos. Hay que arriesgar en cuestiones sentimentales, y quizá en otras también. Lo malo es cuando superamos la cuestión amorosa, o cuando ésta nos supera a nosotros, y nos quedamos como cegados, como heridos de muerte, con la noche amenazadora, con la soledad por montera, con la nulidad de nuestros sentidos, con un acatamiento forzado de un fracaso sobrevenido. Aunque seamos pesos pesados, que no lo somos, no estamos capacitados para afrontar estas “briegas”, que nos colmatan con un malestar que nos coloca el cartel de “chivo expiatorio”. Nos quedamos sin ayuda, sin planteamientos, reducidos, y con un programa que nos desgasta durante días, semanas o meses. No hay concesiones cuando la coyuntura se tuerce. Es difícil, en los primeros instantes, la reconciliación con nosotros mismos. Los gestos no valen. No podemos engañarnos. Nos alteramos. Aunque sabemos que todo pasará, pasa cuando pasa, y, entretanto, a sufrir toca. Hoy charlo conmigo de la siguiente guisa: Fantástico, me digo, aunque no estés, que no estás, que te has ido, que te fuiste, que decidiste la fuga con todos los elementos del puro agravio. Formidable, muy bien: me miento en la esquina de la soledad que nadie atiende, ni siquiera uno mismo. Las sensaciones me distraen con pretensiones distantes y encontradas. No entiendo cuanto ha pasado en los últimos días, que han encadenado acciones y reacciones de complicada factura y de pésimo resultado. Me detengo un rato, un rato más, a pensar en lo que ocurre, y siento el vacío de un salto realizado a la ligera y sin soporte ni paracaídas. Me aplico en la superación, en el intento, en la idea de sanar una llaga que me molesta a todas horas, en cualquier minuto de mi alborotada vida. Platico conmigo, en silencio, casi sin decirme lo que pienso, que es muy poco, que es la equivocación unida al error puro. Subo y bajo con implicaciones de rabia contenida y de nerviosismo enloquecedor que no permite el sueño plácido. Como quiera que busco confortarme, me reitero que estoy bien, genial, como una rosa, y la rosa está marchita y se pincha a sí misma. Agonizo en la espera que es torcida e impredecible, como cualquier cita que no se produce con los parámetros esperados. Sudo con este calor frío que me devora los hígados, las entrañas que no tenía. Ahora soy más yo, y soy la más pura nada entre deseos y complejos por no disponer de lo que creo fundamental. Releo mi vida por cuanto esta situación supone un dislate terriblemente repetido. La desgana y el dolor aparecen con miserias ilícitas que atacan sin que podamos defendernos de este desgaste. Jugué de nuevo y perdí de nuevo… A pesar de toda esta locura que me sube o baja a los infiernos, según dónde estén, sé que volveré en otra ocasión a luchar por un amor. ¡Es la vida!

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