lunes, 23 de junio de 2008

La felicidad: algunas reflexiones

Desde que el ser humano y racional puebla la Tierra siempre ha habido, siempre ha tenido, una preocupación por la felicidad, por su búsqueda, por su encuentro, por su conservación, e incluso por su perfil. El primer escollo que hallamos para "agarrarla" es su definición, o más bien su indefinición. Cada uno tiene su propia visión de ella, aunque la mayoría estemos de acuerdo en ciertos parámetros. Por otro lado, no olvidemos que lo sencillo lo hacemos complicado, sin que lo adornemos de suficientes motivos, si los hay.
Ya Aristóteles hablaba de su concepto hace más de 23 siglos. Convenía en que era un sentimiento básico que buscaba cualquier hombre o mujer. Lo malo es que su hallazgo y su mantenimiento no son fáciles. El faraón Ramsés, que tenía en sus manos y bajo sus dominios la mayor parte del mundo conocido de su época, decía que, como mucho, era feliz durante ocho horas al día, y añadía que no ocho horas seguidas. Los filósofos griegos y orientales se han preocupado mucho sobre esta cuestión. Hasta las Constituciones liberales, de manera más reciente, colocan en el frontispicio de sus magnos textos que "los ciudadanos y ciudadanas tienen como objetivo primordial la búsqueda de la felicidad"; y con esa pretensión se desarrollan unas normativas básicas de convivencia. Luego hay un enorme trecho entre lo redactado y lo realizado, como sabemos. La felicidad, amigos y amigas, es una emoción básica, similar en intensidad y en pasión al miedo, a la ira, a la tristeza, al asco, a la sorpresa y a otros sentimientos. La dicha sería, en este caso, una respuesta a un estímulo placentero. Tanto es así que incluso se ve en el rostro. La alegría sería, de manera transitoria, una emoción muy parecida. La búsqueda de esa "jovialidad" en estado puro ha sido un tema de preocupación constante a lo largo de la Historia. Exponentes de ello son los estoicos y los epicúreos. Esta última tendencia es obra del filósofo que le da nombre, Epicuro, nacido en Samos, que viaja por toda Grecia, y que se encierra en su famoso jardín, donde reflexiona en torno a la felicidad. Pasa mucho tiempo ahí, y dicen muchas cosas, más o menos acertadas, como es lógico. Nos aconseja que disfrutemos del tiempo con intensidad, que gocemos de un roce, de las flores, de su tacto, de su olor, de una mirada, de un paisaje, etc. Nos pide, con carácter principal, que eliminemos los prejuicios y que cultivemos el alma. Son consejos que todos sabemos, pero que pocas veces ponemos en práctica. Lo que digo: que nos volvemos complejos por apariencia, por necesidad, por biología, por todo y por nada.

Por otro lado, los hedonistas dan un paso adelante y ven en el placer la vía para hallar la felicidad. Desde entonces, son muchas las escuelas y las líneas teóricas que han abordado esta cuestión. Lo cierto es que cada persona tiene un concepto de la felicidad, como señalábamos más arriba. La dicha se advierte, por desgracia, como una idea percibida "a ratos" y que se basa en la disposición de apoyos como la familia, el trabajo, la pareja o los amigos. La felicidad se observa en todo placer, en toda satisfacción, en las posturas de acercamiento entre las personas, en los "riesgos" que derivan en mejorías y en éxitos... La alegría que la acompaña se expresa de muchas formas: saltos, sonrisas, actitud pletórica, comunicación gestual y no verbal, con la conducta, con la energía que expandimos, con expresiones, y, ante todo, con cordialidad y con amistad. Hay múltiples visiones, muchas perspectivas.
No es sencillo hacer una definición de este concepto, tan manido, tan utópico en ocasiones, con tantas denominaciones incluso, con tanta literatura para su defensa o para su cuestionamiento. Lo que sí sabemos es que no hay un único camino para llegar hasta la felicidad. Si fuera así, no daríamos con ella. Es seguro que podemos crear condiciones óptimas para su aparición. Ya se sabe: cuando el discípulo está preparado aparece el maestro. Eso me dijeron, y aún lo creo. ¡Que así sea!

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