martes, 17 de junio de 2008
Las quejas
Paseaba la otra tarde por mi pueblo, saboreando el olor y la frescura de este ambiente maravilloso de Primavera en esta bendita tierra murciana. De pronto se me acercó un viejo amigo de la infancia, etapa que ya empieza a distanciarse bastante, por cierto. Me contó cómo le iba: me dijo que la familia pasaba de él, que los hijos le habían abandonado, y que su carácter afable de siempre se le había marchado un buen día por todas y ninguna razón. Los símbolos y los signos de su rostro definían un trasiego complicado y de mucha labor. Sí, verdaderamente, me confesaba, estaba solo, muy solo, tremendamente abandonado. El cartel de “no hay billetes” se había colocado en su mente, y en el centro de su existencia todo lo importante era relativo. La comunidad que hasta entonces le había acogido ahora le llamaba loco, loco de atar; y, de hecho, en más de una ocasión, según me contó, había sido internado. Los mensajes de su interior se afanaban por salir, al tiempo que la curiosidad de sus conciudadanos se había esfumado. Ya no recibía ayudas de nadie, de ningún vecino. Quizá, se decía, lo había merecido. Él sabía que sus modales eran incómodos, extraños, estridentes, burlones, rechazables... A pesar de todo ello, sus creencias eran firmes, y hubo instantes de aquella conversación que me sentí impresionado por sus reflexiones. Él afirmaba que le llamaban loco porque creía en un Dios, porque amaba la fraternidad, porque se confesaba cariñoso, porque hablaba en voz alta y gritaba sus satisfacciones más anecdóticas, porque se pasaba el día de un lugar para otro, porque hacía lo que quería, porque no trabajaba 12 horas cada jornada, porque se emocionaba con los niños y los mayores, porque detestaba la hipocresía y no era capaz de ser falso. Me llenó y me sació en cierto modo esta conversación. Sus ideas, a veces inconexas, a menudo hilarantes, eran, en todo caso, fruto de una determinada bondad. No era peligroso, salvo por el sentido del ridículo que despierta el griterío en tu entorno. Han transcurrido los días, y aún sigo pensando que no estaba muy loco. Escuché sus quejas y aquí cuento sus leves circunstancias. Después de esto, solo les pido una cosa: si encuentran un loco, no dejen de atenderle.
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