martes, 17 de junio de 2008

Una carta

He recibido una carta de una amiga, que, a su vez, me remite una misiva que ha ido de mano en mano entre el colectivo de nuestros conocidos. La madurez y el nivel de reflexión que de ella se extraen, que yo extraigo, me han llevado a que, con carácter excepcional, reproduzca sus párrafos. Seguro que nos sirven a muchos, a todos los que miren con el corazón limpio. Son éstos: “Siempre me creí joven, aunque me viera mayor. Ahora me siento mayor y me quiero ver joven. El campanazo para despertar de la cotidianidad cómoda de mi vida fue la cercanía a los cuarenta. A los treinta y nueve años ya no soy un niño, no soy un jovencito y ahora experimento plena conciencia de mí mismo. ¿Será esto lo que llaman madurez? Fue un despertar mágico, una lucidez interior desconocida, un reconocimiento de mi propia existencia, de mi propia valía, respeto por mi ser y florecimiento del amor propio, que nos es bastante esquivo. Cómo es de difícil reconocerse y quererse, ser consciente de nuestro propio valor desligado del reconocimiento externo. Es uno mismo quien elige a los amigos del corazón y la calidad del tiempo que comparte con ellos. Ya no buscas ser elegido. No esperas agradar socialmente, ser aceptado o reconocido. No te percatas de un desplante o de una mala mirada. Tantos dolores de cabeza por “el qué dirán” y resulta que a la mayoría de la gente no le importa mucho lo que uno hace y, a veces, ni se da cuenta de que uno existe. Descubrí el amor infinito en un abrazo con mi sobrina que dejé con cinco años y ahora tiene quince. Me hizo experimentar la plenitud de la existencia y sentir la presencia de Dios. El miedo a los cuarenta fue el campanazo, pero el reconocimiento interior fue previo. Ese observarte cada día en tu lenguaje y en tus acciones. Ese descubrir que no estás solo, que miles de almas rondan a tu alrededor y sienten, sufren, lloran, sonríen, sueñan y tienen miedo como tú. Descubres que las palabras y las acciones tienen consecuencias imprevisibles, que a veces hacemos daño sin darnos cuenta. La verdad deja de ser en blanco y negro, y encuentras en las zonas grises que también contaba la versión del otro. Reconocí, por ejemplo, que el “sobrepeso” es mental, que no existe dieta en el mundo que pueda contra tu propia resistencia interior a liberarte del peso. Pero, así mismo, no hay manjar que venza la firme decisión de quererse y verse bien. Y, aunque las lágrimas ya no resbalan con la facilidad de antes, la sensibilidad aumenta en el reconocimiento del otro. Por ejemplo, descubrí con admiración que mi mamá, a mi edad, era toda una heroína. Existe un pacto tácito de silencio para no revelar la edad ni la crisis que genera atravesarla. Sin embargo, no me ruboriza confesarla, porque comprendí que el secreto está en el tránsito como una oportunidad para reinventarme en aquello que todavía falta por descubrir sobre mi vida. Ese potencial infinito para crear y soñar. No les temo a las arrugas en el cuerpo, sino a las cicatrices del alma, esas que sólo pueden estirarse en una cita con la memoria para aligerar el equipaje. Recorrer el pasado con el valor suficiente para observarse a sí mismo en los recuerdos que pesan, los que duelen, los que se esconden, los que hirieron y los que humillaron. Es una cita obligada para reconocerse, perdonarse y amarse. Pero ese viaje requiere mucho valor, valor y amor propio, para iniciar a los cuarenta el principio del resto de mi vida, y terminarla como la hizo mi abuela, con brillo en los ojos y una sonrisa en los labios”. Basilio. Amigos y amigas, releo en una y otra oportunidad estos párrafos infinitos, y me doy cuenta de lo torpe que soy cuando me complico la vida esperando o no esperando cosas. La existencia, os digo, es como es: no la enmarañemos más. Debemos recoger, como Basilio, la cosecha de cada jornada, de cada año, y compartirla con los demás, en nuestro contexto. ¡Qué bien sienta amar! Saludos a todos, y recordad que os siento muy cerca.

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