martes, 5 de agosto de 2008
Hasta nunca jamás
Es la mañana. No quería levantarme, y lo sabe Dios, pero tengo que hacerlo, lo haré. Ya estoy en pie. No voy a desayunar. Es la despedida, y hasta el ambiente me lo dice. Sigo las reglas no escritas para esta situación. Cojo lo indispensable de casa. Ella sigue durmiendo, o lo aparenta… Me detengo en el pasillo. El mundo gira, y me siento mareado. No sé qué me pasa: me sucede de todo. Me apoyo en la pared, y ese instante que es un segundo me atropella, y se me antoja una vida, o dos, o ninguna. Tengo nauseas. Me escuece el cuerpo por dentro. La ansiedad parece dominarme. No entiendo por qué y cómo he llegado a este estado. Quiero y no puedo: puedo y no debo. Sin duda es el momento. Lo he pensado muchas veces, y, en esta ocasión en que no lo pienso, lo hago. Me marcho. Ya me repongo un poco. Abro los ojos y voy a esa habitación que fue como un sueño. Sigilosamente, a hurtadillas, como el que roba, en este caso la vida, cojo lo indispensable, que no es mucho. Me llevo lo justo para sobrevivir unos días. No aspiro a más. Después ya veremos. Con la bolsa en la mano, la miro a ella, que es una diosa: la repaso, siento su palpitar. El ruido de su respiración, apenas imperceptible, me llena de desasosiego. No la veré más. El cuerpo me pide una nueva entrega, un nuevo intento, una nueva caída (¡ya me levantaré!). No puede ser. Me tengo que ir: debo huir a otro lugar. La diversión se acabó y debe instruirme en otra causa, si llega la oportunidad, que se acercará cuando pueda ser. Sin embargo, ahora el tren se va, y debo subir a ese último vagón sombrío. Las despedidas, siempre lo he dicho, son amargas. Nada me parece transparente, y me agobio. Una lágrima asoma y atraviesa mi rostro. Es el indicativo de la despedida, de ese adiós a la existencia floreada y amorosa. El lamento queda, persiste, pero debo irme. Hago un amago de tocarla, y casi la rozo. Ya es el “acabose”. Me doy la vuelta y enfilo por última vez ese tormentoso pasillo. Llego hasta la puerta de entrada, que ahora es de salida. La abro, tiro las llaves a la cocina (allí las verá), y cierro tras de mí ese telón que fue vitalidad. Ya todo está perdido, o lo parece… Nunca más. Me indico que no podrá ser. Ya veremos.
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