miércoles, 9 de julio de 2008

¡De locos!

Termino de comer, y salgo a la calle deprisa, a toda máquina, como alma que lleva el diablo. Me asomo al exterior de esa Humanidad que ha perdido su nombre. Aparezco aquí y allá, y estudio, y trabajo, y sigo laborando, y aprendiendo, y todo eso. Corro más y más: no paro. Tengo la sensación de ir despacio, de no llegar a todo, de no ser productivo, de no implicarme lo suficiente. Me vuelvo diestro entre desesperaciones y agobios que abominan y que defecan sin cesar. Las aceleraciones nos rompen las crismas y nos llenamos de unos jabones y de unos aceites que pregonan ciertos niveles y categorías. Trabajamos para ostentar posiciones, y no para ser personas. Es un enorme error, que resulta implacable, devorador. Toda la tarde voy al galope: nadie espera ni lo va a hacer. Tampoco lo pensamos. La diestra se hace siniestra, y cambiamos de lenguaje para expresar lo mismo. Llega la noche: todo es puro cansancio. Finalizo las tareas pendientes después de una cena poco atractiva. Como colofón y final a una jornada de tensión nos echamos a la cama: no dormimos bien. La intranquilidad nos acompaña en sueños y en pesadillas. Amanece, que no es poco, y despunta el día. El alba no nos trae un mejor brindis: se trata de correr y de correr más. Así estamos toda la mañana hasta que se aproxima el instante de comer, y ahí nos damos cuenta de la rutina, de la vuelta a empezar. ¡De locos!

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