miércoles, 2 de julio de 2008

De nuevo, las campanas

Introduces en mi vida elementos simbólicos y me colocas en el margen de un retrato que escondes en el desván. Estamos siempre a título póstumo, y no disfrutamos de unas simpatías que aplaudimos en la distancia. Es todo una pura “hipocresía”. Hay una caja de flechas, de plumas, de cañones por banda y a toda vela, de balas, de muertes anticipadas. Las artes no reflejan los bustos interiores y nos quedamos con la fidelidad resecada y a la espera. No mejoran los títulos. Abundamos en las presentaciones con las caras medio ocultas y nos empleamos en una serie de convenciones que realzan las importancias de una manera visual, con ángulos muertos, con órdenes, con cruces, con cortinas en unos bufetes que significan lo que no podemos contar. Te añado siempre las gracias y la dignidad. Me miro a la cara y veo arrugas, flaquezas, malos colores, contornos entre claros y oscuros, y un mal que se exprime y que se coloca de aquí para allá. Vivimos de invitaciones que no aprovechamos, y, cuando lo hacemos, nos sientan mal. Transmitimos recursos que nos hipotecan; y nos llenamos de pesares que nos ciegan en un pozo roto por la desidia. Imitamos la naturaleza y nos remediamos como podemos, que no es lo suficiente para tocar o rozar la exagerada felicidad. La razón produce monstruos. Somos “efigies” de unos malos sueños que nos rompieron la crisma. No estamos en reposo. Lo natural en mí es mejor no definirlo. Soy partidario de ese estilo tan personal que enseñas y que pregonas. Hay en mí una sujeción servil a tu “docencia”, que me trata como un niño. Hago progresos, pero no los adecuados, y los lamentos se adueñan de las miserias en las que nos corregimos con imitaciones que nos encuadernan con métodos clásicos y poco favorecedores. Es imprescindible que no imitemos. No deseo las competencias: tus cabellos se enredan en los míos, y soy feliz en la espera. Te mando un programa con mis pautas, para adaptarlas a las tuyas: quiero agradar, pues te lo mereces. Te admiro desde un inevitable interés que capta tu aire y que estimula la imaginación y las derrochadoras ganas de vivir. Eres mi meta, casi inalcanzable, por cierto. En mi memoria va tu “impronta”. Mi fin es subrayar tu semblanza, tu actividad, tus gestos, y compongo una categoría que anhelo impregnarla en ti. Estoy sentado mencionando tus detalles superlativos y destaco tu distinción y tu santidad. Se abre un abismo que tapo con el inmenso amor que me regalas. Me afinco en tus faldas, que no ocultan la cueva de mis tesoros. Eres el puro retrato de una ninfa de mis bosques de la infancia. Tu hermosura engrandece la belleza de la mujer. Portas el distintivo de la amistad, y ése es tu mayor y más loable valor. Concentras la luz en tus ojos, que agotan todas las instancias. Armonizas cualquier objetivo estético y me procuras un fondo de fe y de caridad por el ser humano, que quisiera protagonizar yo para disfrutar en una adaptada, abstracta, fortalecida y querida vida. El chirrido de los goznes al abrirse la puerta ha desaparecido, y fomentamos la seguridad que nos orienta. Ya no somos recelosos de nada. No hay precipitación: suenan las campanas de la amistad. Se deben a ti, que eres la voz y el gesto, la comprensión que alivia, todo y más. Tu borboteo y tu conservación aportan mucha placidez. Te comprendo, y tú a mí.

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