miércoles, 2 de julio de 2008
En los comienzos del otoño
Mi amiga Stella me escribe una “carta”. De vez en cuando le gusta dar señales de vida, y lo hace a su manera, a lo grande, dando unas notas sabias que distinguen su conocimiento conjuntado y que permiten que lo pueda paladear de una guisa que no me aceptan otras amistades. Me relata mi confidente lo siguiente: “mañana –por hoy- empieza el otoño, una estación que personalmente me gusta mucho, y que no significa que “caiga” nada, como sí lo hacen, por su parte, las hojas. Se trata de una renovación: el verano se desprende de lo que ya ha aportado, sus capacidades, y realiza la mudanza amablemente, al tiempo que la Naturaleza agradece los servicios prestados”. Para mi Luna particular en cuarto creciente, “la visión de las calles o de las sendas o de las veredas huertanas llenas de hojas amarillentas y rojizas no me evoca tristeza o desolación, sino el “penúltimo” rastro de lo que, durante una temporada, nos ha estado nutriendo y oxigenando”. “En ellas”, finaliza, “se observa un renacer, porque el “último” servicio que prestan es nutrir la tierra sobre la que caen: dan energía. Es tiempo de sembrar y de cuidar de lo sembrado”. De nuevo encuentro en Stella a la persona que me sirve de musa, de inspiración, de pensamiento flotante hacia donde está el verdadero interés. Sí, resulta que Stella, quien, querido lector y querida lectora, da título a un libro de próxima aparición, marca muchos hitos en mi intención “escribidora”. Es apasionada, inteligente, buscadora de tesoros impresionantemente espirituales; es bondadosa, irónica, buena amiga; es una frustrada con el destino y ante el azar; es una persona que busca y rebusca y que lo hace para otros; es una persona ocupada con sus amistades y conocidos y que anda detrás de una paz de hombres y de mujeres, aunque no sabe como hallarla, a pesar del tiempo transcurrido… Está pendiente de los que aprecia, como yo lo estoy de ella. La única “pega” que veo es que confía demasiado, y cree que amigos como yo tenemos unos valores que seguramente perdimos en la primera lid, en un combate cobarde y no deseado, en una pugna desigual. Es posible incluso que jamás tuviéramos una valía que ella ve, y que, por tan buena intención, intentamos fomentar de algún modo. Lo que más me gusta de ella es lo detallista que es, lo precisa, lo ácida, lo sonriente que se manifiesta incluso cuando se siente bombardeada por una casuística que pide paso para arrollar cuanto encuentra. Habla, y cuenta, y uno aprende de ella como si fuera un niño dispuesto a recibir cualquier tipo de información. Transmite, vive, es… Me ha dado muchos ánimos en estos últimos tiempos y, generosamente, me ha proporcionado algo difícil de valorar: su confianza en mí. Lo mejor es que no ha pedido nada a cambio, y por eso tendrá toda mi amistad imperecedera, un sentimiento que no podrá morir en las horas más bajas, aunque se trate del otoño o del invierno de esa razón que produce tormentos y desaguisados. Ella, como he glosado al comienzo de este artículo, le da la vuelta a todo: mira las cosas desde el reverso, para que reparemos en la etiqueta y sepamos como es el lavado y el planchado. Todo queda como nuevo a su paso. Es estupenda. Por tanto, pese a la llegada del otoño, con todas sus mezquindades e influencias, sé que tengo un barco que me mantiene seco y a flote. Es ella, y yo a través de sus actos, que hago míos por sus intenciones. Procuraré no fallar mucho en las expectativas.
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