viernes, 4 de julio de 2008

La idea de Europa

Todos los actos, todos los avances, todos los acuerdos, todas las firmas que se lleven a cabo con el propósito de avanzar y de consolidar una Europa unida son, indudablemente, muy válidos para conseguir algo que todavía suena a “utópico”, que es la idea de una ciudadanía extendida entre todos los rincones del Viejo Continente. No creo, personalmente, en las barreras, en las fronteras, en las nacionalidades con resortes restringidos. Entiendo que cada uno defienda su identidad, sus raíces, sus lenguas, sus aspectos más o menos diferenciales, pero sin llegar a la explotación de éstos, pues por ese itinerario solo fomentamos la más burda y absurda incomprensión. Todos somos distintos, pero debemos buscar los puntos comunes, y no aquellos que generan fricción. Parece lógico. Los “sentimientos” que nos han de mover en las relaciones humanas se han de cimentar en el respeto a la libertad y a la identidad de los otros en cuanto son esferas particulares e íntimas que no deben ser dañadas. Nuestro propósito será preservar ese don preciado que tenemos y que alude a la circunstancia de poder valernos por nosotros mismos. Esto no obstante, hemos constatado a lo largo de la historia que los progresos se hacen en comunión con los demás. Partimos de la idea de pareja, llegamos a la de familia o clan, y, posteriormente, nos unimos en pueblos, en ciudades, en comarcas, en Regiones, en Estados, en las configuraciones jurídicas y sociales que nos dotaron de la suficiente envergadura para ser más juntos que separados. Hay ejemplos bellos de andaduras en común, así como de todo lo contrario, de tropiezos por el fomento de la xenofobia y por la discriminación del que no es o del que no piensa como nosotros. Hemos de aprender de “ellos” a la hora de arrimar el hombro en “proyectos” que comienzan a consolidarse de forma tan hermosa como es el de la Unión Europea.

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