Mario era un niño extraordinariamente inquieto. Lo había sido siempre, desde antes de nacer. Ya su madre, Dolores, lo sintió revoltoso en su vientre, mientras crecía y crecía durante nueve largos, hermosos y esperanzados meses. Todo vino bien en el momento del parto, pero, cuando lo vieron sonreír nada más nacer, una especie de intuición recorrió el cuerpo de Lola y del padre, José, quienes presagiaron que era “un niño especialmente lleno de energía”. No se equivocaron. Cuando empezó a caminar por sí solo, iba de un lado para otro tocando todo y tirando lo que se ponía a tiro. En cuanto fue capaz de administrar su pensamiento con un lenguaje, comenzó a bombardear con numerosas preguntas dentro de la normal curiosidad de esa etapa de su vida. A menudo ponía en un aprieto a sus padres con cuestiones que éstos respondían como podían. Aunque debían estar muy pendientes de él, y con una relativa tensión “acechante”, tanto José como Dolores se sentían muy felices y contentos por la dicha de contar con este chiquillo endiablado que colmaba de alegría la casa. Como quiera que el verano estaba llegando, Mario era invitado cada día a dormir la siesta, una costumbre que, aunque le gustaba, no aceptaba de buen grado. Su madre le acompañaba un tanto después de comer; y, posteriormente, aguardaba vigilante desde la cocina o desde el comedor por si el niño abandonaba la cama. Mario no terminaba de entender esta obligación de la siesta. La saboreaba, se sentía bien, mas eso de ser forzado a estar en el lecho tocaba su orgullo rebelde. “En fin”, se decía, en su edificante saber, “quien manda manda, y, si lo hacen los padres, por algo será”. En todo caso, imaginaba que sería por su bienestar. En su mente, que se estaba formando a una velocidad vertiginosa, veía a los mayores “sí, como buena gente, pero muy, pero que muy raros”. “Por un lado, te dicen que hay que dormir la siesta para estar fuerte y descansado, y, por otro, ellos hacen todo lo contrario: charlan, ven la tele, y hasta gritan durante la emisión de la carrera ciclista o de un partido de fútbol”, se repetía, seguramente con otras palabras, mientras simulaba dormir o algo parecido a ello. Cuando se acostaba, a nuestro amigo le gustaba estar boca arriba durante los primeros instantes, como mirando a la nada, como pensando algo trascendental, cuando en realidad, y él lo sabía (insistimos, a su manera), no era así. Contemplando la nada estaba precisamente cuando aquella tarde escuchó un ruido que venía de cualquier parte y de ninguna. Inmediatamente pegó un salto, miró alrededor, y observó qué había debajo de la cama. Como siempre, únicamente encontró a su perrito Tony, castigado a estar ahí por ninguna razón en concreto; y también advirtió un poco de polvo que alguien debería limpiar. Se inclinó de nuevo y oteó toda la habitación en busca de una señal, de un movimiento, de lo que fuera. No halló motivo para su zozobra. Entonces salió como un cohete en busca de su madre. (Continuará...).
NOTA: Comienzo de un libro dedicado a Mario Tomás, un lindo niño en el que tenemos puestas todas nuestras ilusiones.
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