Nada que contar

El papel me devora, hoy más que nunca: tengo muchas cosas que contarle, y no le quiero contar ninguna. Quiero reservarme un poco, ser yo, no herirme más con cuestiones que me abocan a un desaguisado. El “blanco” me golpea. No deseo escribir, y lo hago sencillamente para ganar un tiempo que pierdo. Me doy una refriega que me deja más muerto que vivo en el plano intelectual; y por eso, y por mil implicaciones más, no escribo, no quiero. Me siento absorbido por la soledad que embriaga para hacerme llegar la daga de la desdicha. No me encuentro bien, no estoy a gusto, no me hallo. Quizá no hago el esfuerzo de buscar los motivos de este desasosiego, y por ello no salgo de esta espiral que me invierte y que me destroza el alma, más herida que nunca. No hay diversión, no hay terapia, no hay nada que me sirva. Tomo un respiro y soy en la otra cara alada que me salpica con memorias que escondo. Me vengo de mí mismo sin querer. Mi anhelo es escribir, y no soy capaz. He derrotado mis sentimientos no teniéndolos, y eso es una claudicación en sí. No se puede estar en ambos lados. La victoria es derrota, y ésta es la lanza que me retuerce en la tempestad de la noche. No estoy en forma. Creía estar preparado para todo, pero veo que no. Suena la música de lo agrio, y me fijo en la historia de la apatía que me coloca en una posición sin salida. Intento establecer una idea y otra, y otra más, y luego trato de dar con algunas conclusiones secundarias. Sin embargo, el árbol no crece, pese a la humedad del suelo, aunque lo abono. Es el fracaso momentáneo e infinito. El instante es irrepetible en su caída, en la mía, y no sé cómo vacunar esta situación de pena absoluta, de tristeza y de melancolía absurda. Leo entre líneas y aventuro el porqué, pero hoy guardaré la bandera, que no ondeará. Me he troceado en la búsqueda, en la avaricia de la conquista, y me he quedado solo y sin ideas. Hoy, amigos y amigas, no sé qué puedo contar.